Ahora que por fin se han acabado los cuatro partidos del Apocalipsis, ¿nos podremos centrar en otras cositas de menor importancia como los casi cinco millones de parados, el libertinaje del mercado, la estulticia de la clase política, el descaro de las eléctricas, la desigualdad y tal? ¿O esperamos al Teresa Herrera para indignarnos por algo serio?
Hace casi un año que he vuelto a moverme en bici por Madrí. Más allá de solución a la movilidad, aporte contra la polución, ahorro en bonobús y beneficios para la salud, lo que me sube a los pedales cada día es algo muy simple: me hace feliz. Si leyesen esto un sueco, un holandés o un sevillano, se descojonarían. La bici es el único transporte urbano privado con futuro. Pero los familiares y amigos aún miran con cara de asombro, como si les acabase de decir que me muevo en submarino por Chamberí, y sueltan cosas como: «Pero, ¿no es peligroso?», «¿y las cuestas?», «¿llevas casco?», «¿se puede ir borracho o te quitan puntos?»… Llevo tiempo pensando en escribir sobre la bici y ahora que lo que no tengo es mucho tiempo, lo hago. No para exactamente contestar a esas preguntas sino porque me sale de las narices. Pero, ojo, igual se cuela alguna respuesta.
Ayer iba por Concha Espina. Por la acera, porque pensaba que me evitaba el rollo de subir la cuesta a ritmo de piñón fijo por la calzada aguantando a los coches, porque iba en plan tranquilo y porque hay sitio. No contaba con que, al adelantar a un hombre elegantemente vestido, ha salido de su boca un lapo que, creo, sólo ha pasado rozando el dobladillo de mi vaquero. «Perdón», ha dicho el hombre. Y yo, que soy un ciclista de bien, lo he perdonado. Pero mejor no olvidarlo. Anotado queda otro peligro para el ciclista. La saliva sobrante.
Se ve que a la gente le parece que la boina está pasada de moda salvo la que está causada por la contaminación. Se ve que la culpa es siempre del gobierno y que la responsabilidad es algo que exigimos a nuestros hijos pero no a nosotros mismos. Se ve que es más limpio cagarse en un alcalde que cagarse encima. Se ve que las señales de la gastroenteritis y las gripes, los vómitos, diarreas, mocos y esputos, son combustible para los vehículos ahora que la gasolina está cara. Se ve que nos molesta el humo en los bares pero no en la calle. Se ve que coger el coche es una necesidad de esas primarias, como mear o follar, que hay que hacer todos los días y de forma casi inconsciente. Se ve que ir en bici por la ciudad es muy peligroso porque la ciudad está llena de coches conducidos por gente que piensa que ir en bici es muy peligroso. Se ve que correr fuera del gimnasio es de cobardes y andar, de pobres. Se ve que si los españoles tienen que elegir entre respirar y conducir, lo tienen claro. ¿Se ve? Yo no veo nada más que gente que se queja. Y eso también contamina.
Uno lee noticias como ésta que recoge hoy El País y se le vienen muchas imágenes cómicas a la cabeza. A saber: las grandes petroleras del mundo están metidas en una carrera a codazos por explotar yacimientos de petróleo y gas en el Ártico a los que ahora se puede acceder debido al calentamiento provocado, entre otras cosas, por la quema de combustibles fósiles como el petróleo y el gas por parte de las grandes petroleras. O sea, que ya es primavera en la costa oeste de Groenlandia por cortesía de una civilización basada en el uso de los hidrocarburos y a esta civilización no se le ocurre otra cosa que, en vez de cambiar de energía, ir a ver si acaba: a) con los pocos hidrocarburos que quedan y b) con el frío que pueda quedar allá. Pues vaya civilización, ¿no’
Y decía lo de las imágenes cómicas al principio porque es como un gol en propia meta decisivo y torpe, como un tiro en el pie de un pistolero en prácticas o como una bomba marca ACME preparada por el Coyote para atrapar al Correcaminos que acaba estallándole en los morros. Todo muy gracioso si no eres el equipo perdedor, el pistolero en prácticas o el Coyote. Que es lo que somos nosotros.
Suena Esta noche me voy a bailar, de Los Coyotes(¡sin entrada en la Wikipedia!).
La imagen la he encontrado aquí pero los derechos deben ser de allí. Y la entrada también se puede leer acá.
Mucha gente me dice que es contradictorio ese rollo ecologista que me traigo con mi afición a los toros. Yo, obviamente, no lo creo. No soy animalista. No pretendo ni soy capaz de imaginar la total liberación animal, la convivencia de seismil y pico millones de personas con el censo al completo de bichos vivientes sin que haya un mordisco o un yugo de por medio. Soy consciente de que el hombre ha hecho su camino, entre otras cosas, a base de someter y utilizar a los animales y no concibo que ahora pueda ser de otra manera. Otra cosa es que ese sometimiento y esa utilización se deba hacer de una forma sostenible y responsable. Somos parte de un ecosistema que contempla nuestro carácter omnívoro pero al que le afectan cada vez más nuestras ansias de consumo desatado. Así pues, creo que el sufrimiento animal, como el humano, es parte de este juego que llamamos vida. Dentro de un orden.
Como trato de ser consecuente, cada vez como menos carne y casi nada de pescado. Tiendo hacia lo vegetal pero sigo siendo aficionado a los toros. No soy el único. Tengo una buena amiga que es prácticamente crudívora y sigue yendo a la plaza. ¿Y qué eso de la afición? Pues, como pasa muchos otros mejores y más sabios aficionados, no lo sé explicar muy bien. La mía, como ya he contado por aquí alguna vez, surge sin antecedentes familiares. Supongo que atraído por ese encontronazo con la vida que es una corrida de toros. Un encuentro a través de la muerte. La segura del toro y la posible del hombre que se enfrenta a él de una forma que, a veces, muy pocas, consigue una plasticidad y una emoción que no encuentro en ningún otro espectáculo. Y mira que voy a espectáculos de todo tipo.
¿Que está mal hacer de la muerte un espectáculo? Puede ser. A mí, en cualquier caso, me parece mucho peor hacer una virtud del ocultamiento de esa muerte. Sometemos a los animales, los hacemos sufrir y los matamos pero, como con casi todo lo feo, está bien mientras no lo veamos. En mi humilde opinión, comerse un huevo frito es una atrocidad kármica mucho más chunga que ir a los toros. Hay mucho más negativo en ese pollo criado y cebado en una jaula que en un toro que vive libremente cuatro o cinco años en el campo para luego pelear durante quince minutos en frente de una cuadrilla y un montón de gente en el tendido. Pero, ¿a que no hay huevos a prohibir los huevos?
Dicho lo cual, a mí en realidad me la trae al pairo, aunque me molesta un poco que haya sido como ha sido, lo que ha pasado en Barcelona. Ya está muy dicho, pero lo cierto es que Cataluña ya no era tierra de toros -la Cataluña de este lado de los Pirineos, que en la otra la afición no para de crecer-. Y también es verdad que en el resto de España, con perdón, la cosa tiene pinta de ir por el mismo camino. Ya sea por la vía legal o por desidia, la Fiesta es algo en peligro de extinción. De hecho, merece extinguirse por cómo se gestiona y por el estado deplorable en que se encuentra. Acabará, como sea, y no pasará nada. La vida seguirá. Eso sí, cada vez más alejada de la muerte y del sufrimiento. Para que sigamos todos encantados de habernos conocido, tan buenos, tan sensibles, tan respetuosos con esos animales a los que seguiremos haciendo sufrir y matando para nuestro propio beneficio y, también, por puro placer. ¿O es que el sashimi de toro es un artículo de primera necesidad? Y un cuerno.
Por supuesto, no he escrito todo este chorizo para convencer a nadie. Lo he hecho porque tenía tiempo libre y me apetecía expresarme. Que para eso tengo blog.
Suena Porom pom pero, de Toreros After Olé (ya no hay antitaurinos como los de antes).
El otro día, paseando por la red, me encontré con una bonita lista con los 15 sitios más tóxicos en los que vivir. Son lugares reales donde vive gente de verdad.
Hay un poco de todo. Ríos que se pueden pisar, aire que se puede cortar con un cuchillo, la isla de plástico de la que ya se ha hablado por aquí, Chernobil, bosques de los que ya no queda ni un árbol…
Hay quien sigue sosteniendo eso de que el cambio climático, si es que lo hay, no es cosa del hombre. Pues no sé, no soy científico, pero uno ve estas fotos y se queda con la sensación de que el hombre, entendido como especie, algo está haciendo para ensuciar su casa. Y la de sus descendientes.
Si ejerciésemos el turismo e hiciésemos viajes como se debe, o sea, para descubrir el mundo en que vivimos y las formas de vida que son ajenas a la nuestra, deberíamos incluir cualquiera de estos lugares en nuestras vacaciones de este año.
Desde luego, tendríamos buenas fotos para enseñar a familiares y amigos y, quizás así, nos dejaríamos de coñas a la hora de rechazar esa inofensiva bolsa de plástico o al exigir una política energética seria y responsable a empresas y administraciones.
Aquí sólo he colgado cinco de los 15. Se pueden ver todos en este link. De todos modos, se me ocurren otros sitios tóxicos en los que debe ser difícil respirar sin atragantarse. Por ejemplo, un dos tres responda otra vez: un bono basura, una reunión del G-20, una reunión de consejo de ministros en la que no se aprueba nada sobre las SICAV, el despacho donde se gestiona la solución al vertido de BP, un barco dedicado a cortar aletas de tiburón… ¿Se os ocurre alguno más?
Me cuesta un poco ver la parte positiva de algunos hechos, no soy como Violaine. Incluso me cuesta ver los propios hechos, de tan poco que los tratan los medios de comunicación. Como casi nadie sabe, se está celebrando en Doha, Qatar, la Convención sobre el comercio internacional de especies amenazadas de fauna y flora silvestres (CITES). Quizás alguien se haya enterado porque allí se discutía la conveniencia de prohibir el comercio de aún rojo. Finalmente, ganó la conveniencia de países como Japón y España, dos extremos de ese comercio, y perdió la conveniencia de la naturaleza, en general, y de los atunes, en concreto, otra especie que se quedará para los documentales por la gula del personal.
Por eso, uno se acuerda del letrero que daba la malvenida a las puertas del infierno de Dante cuando ve este panorama. Insisto, lo malo no es que los gobiernos del mundo tomen este tipo de decisiones. Lo dramático es que nos la trae flojísima.
Ayer John Carlin hablaba en El País de el miedo que nos venden, y compramos, en una tribuna llamada La edad del miedo. Citaba sin parar Carlin a John Adams, «profesor emérito de University College London, ha dedicado su vida a estudiar el fenómeno del riesgo y a asesorar a Gobiernos y empresas sobre el tema», y sugería, porque lo sugiere Adams, que nuestra propensión a creernos esos miedos que nos meten en el cuerpo se debe a la prosperidad. El artículo de Carlin hablaba de miedos como el de las vacas locas, los cerdos apestados o las aves griposas. Hablaba del miedo al islamismo radical y del miedo a fumar de forma pasiva, del terror al teléfono mócil y sus conscuencias en la salud y del pavor a tener un vecino pedófilo. Comentaba todo eso pero lo que de verdad le ocupaba unos párrafos era el miedo al cambio climático. Decía Carlin que la cosa se ha convertido en una creencia, una opción de fe. Y, por lo que escribía y citaba del tal Adams, él no cree que exista tal cosa ni que sea provocada por el hombre.
Días antes, en el mismo periódico, también se hablaba del miedo y se relacionaba tal cosa con la ausencia de democracia en muchos países en desarrollo. Decía un estupendo reportaje de Andrea Rizzi que las clases medias están multiplicándose y que, en cambio, no está sucediendo lo mismo con las democracias; que hay más burgueses que nunca pero que a éstos les importan menos sus libertades que sus comodidades. Una excelente foto de cómo están las cosas hoy en día.
Ambos textos enfocan la misma causa a partir de síntomas muy diferentes y, por eso, sugieren distintos tratamientos del mal en cuestión. Sin entrar a discutir las opiniones de Carlin sobre lo del clima y las cosas que dice de Al Gore -como si fuese Al Gore el que se inventó todo esto-, me tiene un poco perplejo que el mismo tío que ha escrito ese cojonudo libro, El factor humano, cuyo tema es la capacidad del hombre de generar cambios, venga a sostener en su texto de ayer que el escepticismo es la mejor receta para superar el miedo y, por tanto, para desenvolverse en estos tiempos. La duda es necesaria pero la duda como forma de vida lleva a la inacción y la inacción lleva al conformismo. Lo mismo que el miedo. Hay que dudar de todo pero luego hay que informarse, reflexionar y actuar en consecuencia. Eso es ser valiente.
Dicho de otro modo: no creerse nada o, mejor dicho, no hacer esos ejercicios de dudar, reflexionar y actuar, es una forma muy fácil pero también muy peligrosa de gestionar los miedos. De disimularlos. Es creerse intocable y convertirse en irresponsable. Como en esa cita tan socorrida de Martin Niemöller (que no de Brecht): «Cuando los nazis vinieron a llevarse a los comunistas, guardé silencio, porque yo no era comunista. Cuando encarcelaron a los socialdemócratas, guardé silencio, porque yo no era socialdemócrata, etc». No creerse nada es pensar que las cosas no van con uno, es ponerse las anteojeras. No creerse nada es lo contrario, aunque parezca que no, de dudar de todo.
Seguramente, esas clases medias de las que habla Andrea Rizzi en su reportaje no se quieran creer lo que hacen sus gobiernos dictatoriales, como no se lo quisieron creer las clases medias argentinas o chilenas en su momento. Ésa es su forma de protegerse del miedo a la verdad, que les llevaría a un conflicto ético, porque entonces sí deberían actuar. En nuestro caso, que lo de la democracia lo tenemos más o menos solucionado (muy de aquella manera, pero eso es otro tema), aplicamos esa forma de actuar a otros hechos. Lo del medio ambiente es un ejemplo. Digan lo que digan Carlin, Adams y otros, la forma en que el hombre utiliza los recursos naturales está provocando cambios negativos en el entorno. Podemos hacer que no nos enteramos o creer que porque unos emails dijesen nosequé es todo mentira o media verdad. O podemos actuar al respecto. Y cambiar las cosas.
No es imposible. Nelson Mandela logró un cambio improbable, consiguió reconciliar a un país dividido entre blancos y negros, verdugos y víctimas. Lo hizo sólo una persona, una persona que no tuvo miedo, que dudó, que analizó y que actuó. Lo sé porque se lo he leído a John Carlin.
Suena Tienes miedo, de TDK en versión de Desekilibrio (qué poquito de TDK hay en YouTube, qué pena).
Iba a escribir algo sobre el curioso hecho de que El País haya publicado en dos meses sendos reportajes a doble página y en la misma sección sobre eso que disfruta llamando «climagate» en los que los titulares («Incendio en la causa climática» y «Salvemos la libertad científica») causan demasiada desazón para lo poco que rascan luego los textos. Me iba a preguntar si sería casualidad o quizás un redactor jefe un poco negacionista o puede que despiste o tal vez que después de haber entrevistado en la contra a toda la población reclusa de Greenpeace en Copenhague sin hablar casi nada de cambio climático siga perfilando su innovadora postura sobre el tema. Pero todas esas preguntas sin respuesta se han visto interrumpidas por unas mucho más urgentes. ¿No estaré dando demasiado la lata con El País? ¿Podría alguien pensar que estoy obsesionado? ¿No estaré, también, muy pesado con lo del calentamiento global? ¿Podrá alguno elucubrar que paso calor excesivo? ¿A alguien le importan mis obsesiones calenturientas o las contradicciones del periódico global (con o sin calentamiento) en español? ¿No debería terminar de hacer cajas en vez de preguntarme gilipolleces?