Ayer se publicó por fin la noticia: Hearst compra el imperio editorial mundial de Lagardère (Hachette Filipacchi para los amigos). Eso son 102 revistas, el derecho a publicar ELLE en 15 países (aunque Lagardère conserva derechos sobre la marca) y quedarse con el negocio en países como Reino Unido, Italia, España, Rusia, Ucrania, China, Japón, Países Bajos, República Checa, Hong Kong, México, Taiwan, Canadá y Alemania. Francia se queda para los franceses. Eso, en cualquier caso, es comprar la que llego a ser mayor editora de revistas, por volumen, del mundo (el dato lo digo de memoria, paso de buscarlo). Y todo por 651 millones de euros.
Ayer se publicó por fin la noticia: el Chelsea compra al Liverpool el delantero Fernando Torres. Un tío que ha marcado 72 goles en 150 partidos con la (otra) roja y que con (nuestra) roja marcó uno que vale por una Eurocopa, aunque eso al Chelsea y al Liverpool se la sople. Y todo por 58,5 millones de euros.
Las dos noticias no tiene relación. Pero haciendo cálculos, uno se da cuenta de que comprar en enero de 2011 una de las mayores empresas editoriales del planeta vale lo que comprar un equipo formado por 11,12 Fernandos Torres. ¿Y después de darse cuenta de tal cosa hay alguna reflexión que hacer? Seguramente, pero no la pienso hacer yo porque: a) dicen que la lectura, aunque sea de blogs tontainas como éste, ayuda a estructurar el pensamiento y, por tanto, fomenta la reflexión; y b) me tengo que ir pitando a una reunión.
¿Por qué una empresa que se dirige con uno de sus productos a un público adulto no se atreve a tratarlo como tal? Por concretar la pregunta, ¿por qué ayer El País Semanal saca un tema de portada sobre sexo entre mayores o viejos pero no se atreve ni una sola vez a escribir palabras como copular, fornicar, ayuntar, follar, joder o, aunque sea una cursilada, hacer el amor? ¿Es que no había otra solución que repetir cada vez esa fórmula, ya empalagosa desde la portada, de «los mayores también lo hacen» y encima subrayando la mojigatería con cursiva? Que es que así nos hacemos un lío. Por ejemplo, yo llevo un par de semanas dudando de si los Reyes Magos existen, las teles y los periódicos dicen que sí pero en la frutería me han sugerido que no. Y ahora, encima, no termino de saber si follan o no follan…
Antes a las cosas se las llamaba por su nombre. Que Mateo Morral tiraba a los reyes un ramo de flores bomba, pues a eso se le llamaba atentado terrorista y a otra cosa. Ahora no. Ahora un tío se lía a tiros en Arizona durante un acto político, mata a un juez y a una niña, entre otros daños colaterales, al intentar asesinar a una congresista y se le califica de pistolero, se hacen comparaciones con el caso Columbine y se indaga en sus redes sociales en busca de cualquier rasgo de chaladura. Víctimas del caso son, pues, los muertos y los heridos y las palabras «atentado» y «terrorista», que siguen en paradero desconocido. También antes se asumían más claramente las responsabilidades. Ahora no creo que lo hagan los que difunden los mensajes que animaron al muchacho a apretar el gatillo. Sarah Palin, el Tea Party y toda esa ralea de neoklaneros. Ellos dibujaron la diana y Jared Lee Loughner ha disparado. Trabajo en equipo, aunque nadie pueda demostrarlo. Así funcionan los lobos solitarios (lone wolfes) que crearon los supremacistas blancos gringos en los 90. Eso era Tim McVeigh, que mató a 168 en Oklahoma City. Eso tiene pinta de ser Jared Lee. La cosa es muy sencilla: hay un alimento ideológico que se difunde desde en un concierto de calvos hasta en un noticiero de la Fox. Y luego hay una serie de muchachos dispuestos a hacer lo que hay que hacer. No hay organización, no hay red, no hay nada más que una conexión intangible, la de un odio que se contagia como un virus con las ganas de cambiar el mundo (a peor, en mi opinión) de ciertos individuos. Una fórmula tan perfecta que ha sido adquirida por el enemigo, los teroristas islámicos a los que, vaya, sí se les puede llamar así a la primera.
Antes, por cierto, los que atentaban tenían más fácil apuntar. Los anarquistas tiraban a dar a reyes y banqueros. Los del otro lado, a líderes sindicales. Ahora, el tal Jared Lee ha cometido un atentado terrorista, con perdón, de inspiración ultraderechista dirigido contra una mujer que no es que sea el diablo rojeras. Leo que la congresista era favorable al derecho a portar armas (toma lección de karma) aunque es verdad que estaba en contra de la ley racista de la gobernadora de Arizona, lo cual no es ser de izquierdas sino ser humano. Es miembro, en cualquier caso, de un gobierno que acaba de hacer otra de esas cosas a las que ya no se llama por su nombre. El departamento de Justicia de Estados Unidos ha pedido a Twitter información sobre usuarios de la cosa relacionados con Wikileaks. Julian Assange tiene razón cuando dice que «si el Gobierno iraní tratase de obtener esta información de los periodistas o activistas extranjeros, grupos de derechos humanos de todo el mundo se habrían manifestado». En otros tiempos eso tendría un nombre, a elegir entre fascismo, dictadura, atropello de derechos… Ahora no, ahora a esto se le llama democracia.
Suena Little Man With a Gun in his Hand, de Minutemen.
La imagen recrea el atentado de Mateo Morral y está sacada de aquí.
Voy a salir del armario. La relación más larga que he tenido en mi vida no ha sido con una mujer. Desde hace más de veinte años, cada mes convivo con alguien. Con algo. Voy a salir del quiosco. Desde hace más de veinte años, cada primeros de mes me acerco a tal sitio para comprar una revista. Ruta 66. El Ruta, para los amigos. La revista que cumple 25 años este mes que acaba ya y lo celebera con un especial al que queda poco a la venta.
Tengo un hermano mayor. De pequeño, escuchaba sus discos. Él me enseñaba lo que molaba oír. Pero llegó un momento en que, para esto de la música, el hermano mayor se me quedó pequeño (ya me entiendes, broder). Y entonces me encontré con el Ruta. Yo salía de un talibanismo punk y hardcore que, ya se ve por aquí, aún no se me ha quitado del todo. Y los del Ruta eran ayatolas del rockandroll. Tal para cual. Desde entonces, Unidos, como la canción de Parálisis. Salvo las temporadas que he vivido fuera y, algún periodo algo demasiado borroso, lo he comprado todos los meses y lo sigo haciendo. Y guardo los números, aunque no sé muy bien dónde, por eso de las mudanzas y mutaciones.
A ver, seguramente la revista tiene más defectos que virtudes. Recuerdo como hace cinco años o así, cuando me la veía Diego en la redacción de Maxim, se descojonaba por su diseño. También está su cerrilismo. Su alergia a los grupos que alcanzan el éxito, aunque antes fuesen amados. Sus faltas de ortografía recurrentes -don Jaime, don Ignacio, compañía: absorber se escribe con b, con dos-. Y algunos más. ¿Y? Se supone que las relaciones duraderas se establecen a partir de la aceptación de cada uno como es, con sus cosas malas y sus cosas buenas. O eso me han contado.
Como dice Pablo Carrero en el especial de este mes, yo con el Ruta practico algo parecido al coleccionismo. No importó que hace tiempo cambiase un poco, páginas a color incluidas, ni que, cada vez más, se perciba que los escribidores saben menos de lo que escriben que los que escribían antes. Yo soy de los del Ruta, por parafrasear eso que le dejo dicho Luis Mario Quintana a Kike Túrmix en la revista: «O eres de los de Louie Louie o eres de los otros».
De hecho, una alegría que me dio la vida, o que me di yo mismo, fue unir dos manías como el Ruta y Neil Young. Cuando hace un par de años me fui a París a ver al tío Neil, me ofrecí al Ruta para hacer la crítica de la cosa. No los conocía de nada, más allá de un par de cartas al director que escribí (y me publicaron). El caso es que la publiqué. Y fue, ya digo, una alegría que no se ha repetido ni tiene pinta.
En realidad, todas estas letras no cuentan ni la mitad de lo que cuenta la música. Aquí sólo hay unas pocas canciones y grupos: coincidencias, descubrimientos, obsesiones… Son éstas, escogidas de forma caprichosa y a toda leche, y miles de ellas más. Por ellas, larga vida al Ruta 66.
He descubierto que casi todas las entrevistas están preconcebidas. Saben lo que quieren escribir sobre ti y saben lo que piensan de ti antes de haber hablado contigo, de modo que sólo buscan palabras y ciertos detalles para apoyar lo que ya han decidido escribir».
Lo dice Andy Warhol en Mi filosofía de A a B y de B a A. La filosofía del hombre del pelo blanco es de aquella manera, nada que ver con Heráclito, pero en estas frasecitas hay bastante tino. Leyendo entrevistas y reportajes en periódicos y demás, o viendo o escuchando, da la sensación de que se buscan respuestas que confirmen realidades imaginadas antes (por supuesto, eso no sucede en mis entrevistas y reportajes, qué va). De hecho, también la gente se acerca a las noticias, entrevistas y reportajes con una idea previa del mundo que sólo necesita confirmación; del mismo modo que se compra un periódico o se cambia de canal para leer y oír lo que a uno le hace sentirse en casa.
Así, buena parte de los que se han escandalizado por lo que dijo Pérez Reverte de Moratinos ya pensaba que Pérez Reverte era un gilipollas y cualquier cosa que hubiese dicho o escrito Pérez Reverte sobre cualquier tema le habría parecido una gilipollez. Similar con lo de Dragó. De hecho, Dragó, como Garci, siempre ha sido un comodín. En mis tiempos de guionista, cuando estábamos mal de ingenio y había que meterse con alguien rápido para salvar una línea, Garci y Dragó eran los primeros candidatos. Porque a casi todo el mundo caen mal, porque ese casi todo el mundo quiere reírse de otros al tiempo que refirma su visión de las cosas, o al menos de Garci y Dragó.
A mí Garci, Dragó y Pérez Reverte no me caen ni bien ni mal. Bueno, quizás a veces me caen bien y a veces me caen mal, según lo que digan o hagan. Aunque supongo que eso de mirar las noticias para encontrar lo que busco sí que me sucederá, como a todos. Y es un coñazo. Y es bastante absurdo. Nos escandalizamos con lo que sabemos que nos va a escandalizar no de lo que verdaderamente nos tendríamos que escandalizar. Vemos lo que queremos ver y no lo que realmente hay. Creemos que la verdad es lo que leemos en el periódico, vemos en la tele o nos encontramos por Internet. Pero no. La verdad es que eso no es verdad sino una imagen de la verdad que nos hemos creado. La verdad es todo eso que nos rodea pero que no comprendemos, ni siquiera vemos, porque estamos preocupados por lo que dicen en el periódico, ponen en la tele o aparece en Internet. La verdad, como señalaba Expediente X, está ahí fuera. Pero no salimos a buscarla no vaya a ser que nos lleve la contraria.
La despedirán. Imagínate todo lo que podrá hacer una vez liberada del periódico. Aunque ella es incapaz de imaginar nada: ha odiado el trabajo durante años y, sin embargo, se queda en blanco cada vez que piensa en su futuro fuera de la redacción».
Para abarcar mejor una de las mejores novelas que se han podido -bueno, que yo he podido- leer últimamente es conveniente haber trabajado al menos unos meses en la redacción de un periódico. A ver, basta con saber leer para disfrutar de Los imperfeccionistas, de Tom Rachman, pero lo suyo es conocer el percal para compartirlo con el escritor. Rachman pasó un tiempo en París currando para el International Herald Tribune, suficiente como para empaparse de ese periodismo en peligro de extinción, de sobra para hacer un libro muy fácil de leer pero muy difícil de escribir. Porque ningún retrato realista sobre el periodismo diario puede ser muy dulce pero casi todos podrían ser demasiado agrios. Y Rachman sabe contenerse sin dejar de transmitir una sensación que un servidor sintió después de casi un año de servir en una redacción de aquéllas: que la vida del periodista de periódico tiene muchas papeletas para terminar por ser una vida miserable. Aunque puede que adictiva.
Se pregunta cuándo puede encontrar tiempo la gente para reflexionar. Pero ella no lo tiene ni para contestar su propia pregunta».
Cada día de un currito de periódico es un sprint. Por eso lo de diarios. Su trabajo se plantea a eso de las once de la mañana y debe estar terminado alrededor de las nueve o doce de la noche, según la edición. Como dice Rachman, no hay tiempo para reflexionar como tampoco lo hay para ir al dentista o acudir a un funeral. Sí hay tiempo para comerse marrones de todos los colores, oxímoron mediante; para pelear, aún sin querer pero siempre con bando asignado, en alguna de las luchas tribales que se dan en toda redacción; para contemplar la decadencia de una profesión que quizá sólo fue ideal en el recuerdo; para hacerlo mal, regular y a veces hasta bien; para admirar cada día el milagro de que todo llegue otra vez listo para el cierre; para hacer los mejores amigos y enemigos; para aprender un huevo de la profesión y otro de la condición humana. Hay tiempo para todo eso y, por eso, no queda tiempo para escapar. Ni para pensar en ello.
Quizás haya acabado como relaciones públicas porque eso es lo que es: carne de relaciones públicas. Una persona afectuosa pero no excepcional. Tal vez haya encontrado el nivel que le corresponde».
Es posible que de ahí venga esa soberbia que ducha cada mañana a muchos de los que cruzan la puerta de una redacción. Cierto es que el periodismo de periódico es el más puro de los periodismos (con permisito de las agencias, que a mí siempre me parecieron otra cosa profesional) pero tampoco es para llevarnos el pedestal a las ruedas de prensa. Pedestal que se eleva según sea la tirada e influencia del medio, llegando a dar vértigo mirar o siquiera llamar a según qué plumillas de según qué diarios. Pero que este periodismo sea sin cortar no debería dar licencia para nada. También la infantería es la forma más pura de hacer la guerra pero supongo que uno tiene que acabar un poco agotado de ser carne de cañón.
Sin embargo, esa combinación de televisión, música y helado es lo mejor que conoce».
He aquí la cuestión. O una de ellas. Las jornadas de más de diez horas, las semanas de diez días de curro, los horarios a contrapelo, las comidas de máquina, esa tensión que da sed de cogorza y demás daños colaterales de la profesión no ayudan a mantener una vida social ni personal de teleserie de las de antes. Así no hay forma cuidar una familia en condiciones. Ni un perro. La soledad del corredor de fondo. Una leche. La soledad del redactor de sucesos. O economía. O espectáculos.
Internet es a las noticias -decía- lo que las bocinas de los coches a la música».
Y luego está la visión del mundo tan fenomenal que se tiene. Se supone que el periodismo es una atalaya desde la que otear y contar todo lo que pasa por ahí debajo, un lugar privilegiado para comprender y digerir los hechos relevantes, un… carajo. Por todo lo anterior y por muchas cosas más que ahora ya no me apetece explicar, en un periódico se está demasiado ocupado para entender otra cosa que no sea el Quark (el programa de maquetación, de física no hablamos) ni para contemplar más que el momento de librar. Los periodistas de periódico ven el mundo pasar a toda hostia delante de sus teletipos y bastante hacen con coger al vuelo unas cuantas noticias para meterlas en la primera edición. Tan ocupados están que no han tenido tiempo, sobre todo los jefes, de preocuparse por lo que se les ha venido encima. Y por eso estos tiempos de rabieta.
Los periodistas eran tan susceptibles como los artistas de cabaret y tan tozudos como los maquinistas de una fábrica».
Y, sin embargo, estoy orgulloso de ser uno de ellos. O de haberlo sido. He tenido un montón de trabajos cojonudos por diversos motivos, he vivido unas pocas redacciones mágicas en prensa y televisión y he participado en la creación de proyectos muy chulos. Pero el tatuaje del periódico no se borra. Tom Rachman ha hecho una novela de diez que retrata algunas virtudes y muchas miseria de la profesión periodística. A mí me ha hecho feliz leerla, entre otras cosas, por recordar la redacción de La Razón, que es la mili que hice yo (como colaborador he pasado por casi todos pero eso es otra cosa). Lo que aprendí sobre el oficio, bueno y malo, pero mucho más. Los maratones de curro mano a mano con Pedro cuando sólo hacíamos números cero. Laura. El buen rollo con maquetación y cierre y las ganas de hacer cosas distintas. Los primeros textos de unas buenas amigas y excelentes periodistas, Itzíar, Raquel y Susana. La bofetada que recibí en la cara y en la redacción cortesía de una rubia. Las bofetadas que dimos, en la cara y en la calle, a un lector moreno de Burke. David. Alguna muerte que me pilló de reenganche y que casi me mata, tipo Kubrick. Las mentiras de algunos. El trabajo en equipo. Las cenas en VIP’s. La borracheras en todas partes. Las resacas de los colaboradores que dolían como propias. La cara que pusieron los jefes cuando dimití. Un montón de gente que ahora no voy a citar porque esto no es la entrega de los Goya… En fin, que Tom Rachman ha escrito el libro que había que escribir sobre todo esto. Yo me voy a tomar algo.
– ¿Puede usted comparar el estado de la profesión periodística en España con Europa? Por ejemplo, la radio. ¿Es mejor la radio en España que en Europa?
Reconozco que no he sabido responder, quizás por falta de información o quizás porque me cuesta comparar una unidad (con perdón) con un conjunto de cuarenta y tantos países. Ésta era una de las muchas preguntas delirantes de una encuesta telefónica que he respondido esta mañana sobre la profesión periodística. Un mogollón de cuestiones bobas que partían de una concepción plana, infantil y simplista de la cosa. Y el caso es que estaba encargada y diseñada por la Asociación de la Prensa de Madrid (APM) y no por los guionistas de la serie Periodistas.
Antes, los medios presuntamente progresistas y pacifistas habrían tratado como a un personaje valiente y respetable a un tipo que, también presuntamente, ha tenido los santos cojones de desobedecer toda la cadena de mando del ejército norteamericano para filtrar unos documentos que indican la mierda que se está haciendo en Afganistán no por hacerse famosete sino con un interés bastante razonable: «Espero que haya una gran discusión mundial, debates, reformas. Si no es así, estamos condenados como especie». Ahora lo tratan como a un chalado.
Cuando los medios de comunicación tradicionales se quejan de que los online son «piratas y depredadores» como decía ayer Bill Keller, director de The New York Times, que dice Rupert Murdoch o protestan porque «a veces reproducen tanto de nuestro artículo que ya nadie necesita hacer clic en el enlace a nuestra página», como también declaraba el mismo hombre a El País, ¿no estarán viendo la paja en el ojo ajeno? ¿O soy yo el que veo la viga en su mirada cuando leo hoy en todoslos medios tradicionales lo de las filtraciones sobre la guerra en Afganistán descubiertas por Wikileaks -un medio online, por cierto- y contemplo que extraen lo principal y lo convierten en noticia? ¿No se ha hecho eso toda la vida, incluso antes de que existiese Internet y hasta la imprenta? ¿Hasta cuándo van a seguir echando la culpa de sus males a otros sin reconocer los errores propios?
Y, ya que estoy, otra cosa: ¿de verdad piensan que es creíble justificar la supervivencia del pago porque, si no, no se podrán sostener las investigaciones periodísticas? ¿Qué es exactamente lo que andan investigando los medios españoles ahora mismo? ¿Cómo combinar los tirantes con el pañuelo en el vestuario de los directivos? ¿Cómo reducir plantillas y aumentar precio de venta al público bajando en páginas y calidad los contenidos para mantener los sueldos del consejo de administración?
Suena Discharge, Hear Nothing, See Nothing, Say Nothing.