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Archive for the ‘Sexo’ Category

No te quedes con las ganas.

De protestar, de cambiar, de querer, de que te quieran, de pensar, de crear, de hacer, de dejar de hacer, de moverte, de mover, de emprender, de aprender, de apostar, de jugar, de arriesgar, de ganar, de perder, de besar, de follar, de montar, de gritar, de callar, de analizar, de comprender, de entender, de sentir, de escribir, de leer, de que te lean, de pintar, de que te pinten. De vivir.

En eso estamos

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Vuelve la serie Zona Prohibida a este blog porque ha vuelto a las páginas de la revista GQ. Y vuelve con este texto sobre una visita a un cuarto oscuro, al cuarto oscuro del Strong, en concreto. Podría ser una celebración anticipada del orgullo pero lo que es, lo que quiero que sea ahora mismo, es un homenaje a Javier Angulo, director hasta hace unos días de GQ España y el hombre que apostó por un servidor, esta sección y esta forma de hacerla en su revista. Por eso y porque es un tío de puta madre, larga vida, también profesional, a Javier.

“¿Sabes lo que he pensado?, que vas a entrar tu solo”. Mi amigo me dice esto justo cuando estoy traspasando el umbral, me lo dice mientras me da una  palmada en la espalda y me hace sentir como un astronauta al que empujan fuera de la nave para un paseo espacial en la entrada de un agujero negro. Peor y sin metáfora: como a un periodista hetero que se mete por primera vez y sin carabina en un cuarto oscuro. En el cuarto oscuro más grande de Europa, en concreto. En el cuarto oscuro del Strong, en Madrid.

Javi, ese amigo, me había contado que este darkroom es bastante más amplio de lo habitual, con diversas zonas, distintos ambientes, sitios donde sentarse y hasta una sala de cine. Yo, al oír eso, me había imaginado una especie de centro comercial, un lugar al que la gente va a pasar la tarde, ver una peli o en busca de algo de comida rápida. Supongo que imaginar tal cosa era una forma de quitarme el canguelo. Un alivio. Una paja mental.

Para un hombre heterosexual, un cuarto oscuro es un lugar con luces y sombras. Explico la paradoja: las luces, esa forma de practicar sexo sin compromiso, porque sí, tan supuestamente masculina. Las sombras, que ese sexo es, precisamente, entre humanos masculinos y plurales y, además, obligatorio una vez se está dentro. Vamos, que uno entra Pérez Reverte y sale Oscar Wilde tal que en una edición para adultos del programa Lluvia de estrellas. O eso suponemos desde fuera.

Yo ya estoy dentro. Y lo primero que percibo es que todo eso que me había imaginado era sólo eso, imaginación. Fin de la paja mental. ¿Un centro comercial? Una leche. Esto parece una película. Una de zombis, en concreto. Un pasillo en penumbra lleno de puertas a los lados y de tíos junto a esas puertas, esperando a algo, mirando, casi olisqueando a todos los que pasamos por allí. Porque yo paso por allí. Con bastante sustito, tratando de fijarme en todo pero sin fijar mucho la mirada en nadie no vaya a ser que se interprete como una invitación y no como un ejercicio periodístico. Me siento como en un capítulo de The Walking Dead y me hago gracia a mí mismo pensando en ello. Pero no me río. Nadie se ríe. Ni siquiera sonríen, aunque esto no lo puedo jurar por eso de que está oscureciendo y yo, como ya he dicho, me hago el despistado. Pero llego a percibir que todo el mundo está muy serio, como concentrado en algo.

Quizás sea en el ruido de mis pisadas. A cada paso que doy se me queda pegada media suela de zapatilla y se oye como si un grillo agonizase. Por alguna razón, recuerdo otro aviso de Javi: “Hay una mezcla de olores, a mierda, a Popper, a saliva, a semen”. Yo no huelo nada, me concentro en no caer al suelo.

Sigo adelante. Sigo esquivando sombras. No es literatura, es que estoy acojonado. El sitio impresiona y uno, además, no conoce las costumbres locales. No sé si en cualquier momento alguien se me va a tirar al cuello y me va a meter en una de las cabinas. Por suerte, me he traído un talismán, una botella de cerveza a la que voy dando tragos y con la que pienso que paso por uno que paseaba por aquí. En el fondo, mi susto no es sólo por lo sórdido del lugar ni porque alguien pueda meterme mano sino porque descubran que soy un turista que viene a hacer un reportaje. Pero muy en el fondo.

Atravieso la zona de cabinas siguiendo a tíos que van como yo pero no a lo que yo. Paso una salita con la misma luz casi inexistente y llego al cine. La pantalla es chiquitita pero juguetona. La emisión, porno gay muy hardcore. Hay tres hileras de sofás tapizados en plata y un pelín más de luz que en el resto de las estancias. Sólo un espectador. Se ve que aquí también afecta el tema de las descargas.

Sigo. Bajo la pantalla hay una puerta abierta a la oscuridad absoluta. He llegado al cuarto más oscuro del cuarto oscuro más grande de Europa. No veo un carajo pero percibo movimiento a mi alrededor. De repente, una luz que se enciende un instante, como un flash. Y otra. Y otra más. Esto también me lo habían contado, la gente prende mecheros para ver lo que hay, algunos también usan móviles, incluso creo ver a uno que lleva una linternita, un profesional. Cada flashazo me provoca sensaciones encontradas: por un lado me da un susto de narices; por otro, me permite ver. Me hago el experto y uso el móvil en el modo antorcha. Veo que hay una última estancia. Entro. Negro sobre negro. En realidad, creo que es blanco sobre blanco y otros dos de parecido color que se tocan y tocan a los otros. Hay una melé a mi izquierda. Intento asomarme por encima de los hombros de los contendientes. No sólo por curiosidad sino por dar información a mis lectores. No soy el único. Las otras sombras que merodean en la sala hacen lo propio. Nada, es un lío y no se ve un carajo con la luz de pantallita del móvil. Querido lector, por resumir, son cuatro tíos follando.

“Hay quien viene con su pareja, es un buen sitio para hacerse un trío”. Palabra de Javi. “También hay gente que ha encontrado aquí a su novio”. Uf, eso me sorprende más. No sé, a primera visita parece más romántico un Carrefour en fin de semana. Antes he escrito la palabra sórdido y he hecho la comparación con los vampiros. Son las impresiones de un cuartooscurista virginal y entiendo que no son más que vestigios de cuando este tipo de lugares eran necesarios. Nacidos en los 60 en Estados Unidos, la idea de los darkrooms era facilitar encuentros (homo)sexuales a gente a la que la sociedad impedía manifestar en cualquier otro lugar más luminoso su (homo)sexualidad. Eran las profundidades del armario.

En el Strong, fuera de la zona oscura, el ambiente es el de una discoteca gay normal. Bueno, en realidad la música, techno, es un poco mejor y las tribus se mezclan más que en otro sitios. Pero se ven grupos de amigos que vienen a bailar y tomarse algo y, calentón mediante, a meterse un rato en el agujero negro. Es sábado, son las tres e la mañana y el Strong se empieza a llenar. Su cuarto oscuro también.

Después de la elipsis, sigo en lo más oscuro del cuarto oscuro con cuatro tíos dándose duro a mi izquierda. El silencio es ensordecedor. Una de las cosas que más impresionan de la visita es la ausencia de ruido. Más allá del graznido de las zapatillos al pisar ese suelo pringoso, no se oye nada, ni gemidos, ni toses, ni saludos. Así que, callado como la perra en prácticas que soy, empiezo a desandar mi camino en este laberinto. Quizás sea por la hora o quizás porque ya le voy cogiendo el truco, pero veo más acción. Dos que se besan y se tocan en un plan adolescente que chirría, un par que descansan en unos asientos como quien lo hace en un museo, varios que se meten la mano en la entrepierna a mi paso por el pasillo de las cabinas, algunos que se meten con las entrepiernas de otros dentro de esas cabinas…

Estoy fuera. Superado el mito de la caverna, confirmo el supuesto: aquí, efectivamente, se viene a fornicar y alrededores. Hasta ahora, todo según lo previsto. Pero he aprendido cosas que no sabía y que quiero compartir con el lector: el sexo, en cualquier de sus variantes, no se produce de forma aleatoria entre los asistentes. Como dice mi amigo Javi, homosexual pero no practicante de este juego de las tinieblas, es como un mercado de ganado. La diferencia es que aquí el género se elige a la luz de un mechero. Sé que al lector, llegado a este punto, le surgen un par de preguntas. ¿Me metí en todo lo negro y me fui sin que me entrara ni el Tato? ¿O acaso caí en las garras de un chulazo que me dio lo mío y lo del inglés entre las sombras? Sólo puedo decir una cosa: estuve en un cuarto oscuro y no vi la luz.

Las fotos son de un reciente viaje a Toronto y la saco por aquí porque están fresquitas y porque algo hay que sacar y no hay manera de hacer fotos dentro de un cuarto oscuro.

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¿Por qué una empresa que se dirige con uno de sus productos a un público adulto no se atreve a tratarlo como tal? Por concretar la pregunta, ¿por qué ayer El País Semanal saca un tema de portada sobre sexo entre mayores o viejos pero no se atreve ni una sola vez a escribir palabras como copular, fornicar, ayuntar, follar, joder o, aunque sea una cursilada, hacer el amor? ¿Es que no había otra solución que repetir cada vez esa fórmula, ya empalagosa desde la portada, de «los mayores también lo hacen» y encima subrayando la mojigatería con cursiva? Que es que así nos hacemos un lío. Por ejemplo, yo llevo un par de semanas dudando de si los Reyes Magos existen, las teles y los periódicos dicen que sí pero en la frutería me han sugerido que no. Y ahora, encima, no termino de saber si follan o no follan…

Suena No todo va a ser follar, de Javier Krahe.

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Ojo, que vienen profesionales. El Obispo de Córdoba ha dicho que «la UNESCO tiene programado hacer homosexual a la mitad de la población». Y él lo sabe de buena tinta porque se lo ha dicho el mismísimo ministro de la familia del Papa. Es una verdad como un templo, pues. De hecho, ese plan de amariconar al personal explica las últimas noticias sobre curas que cometen actos impuros. Sí, esos malditos sacerdotes no es que sean unos cerdos, es que son agentes dobles de la UNESCO. Y, de paso, también confirma otra cosa: la programación televisiva en España se puede considerar, efetivamente, como bien de interés cultural.

Suena Macho Men, de Village People, a la espera de que la UNESCO los reconozca como patrimonio inmaterial de la Humanidad.

La imagen está sacada de aquí y retrata a dos amigos antes de soltar la bomba sobre Hiroshima. ¿Que no tiene nada que ver con todo esto? No sé, yo antes preguntaría al Obispo de Córdoba.

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Una amiga, ayer, al enterarse de que su aparato de tele era digital y, por tanto, no necesitaba los dos decodificadores que se había comprado: «¿Por qué no me lo habían explicado antes?». La misma amiga, recordando lo que le dijo a sus amigas cuando se enteró de que su aparato tenía clítoris y, por tanto, disfrutaba de la estimulación (digital, entre otras): «¿Por qué no me lo habíais explicado antes?».

Suena Orgasm Addict, Buzzcocks.

La imagen es de aquí.

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Otro reportaje de la serie Zona Prohibida, para la revista GQ. En esta ocasión, se trataba de viajar a París a un encuentro entre clientes del servicio Meetic Affinity pensado para fomentar el ligoteo y tal. Un servidor fue en plan periodista encubierto pero no logró cubrirse de gloria. Ni de ninguna otra cosa.

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Amor. La empresa de citas online Meetic tiene 54 millones de usuarios en Europa (6,3 millones en España). Una barbaridad. Era ya líder en el sector celestino online pero con la reciente compra de su rival, Match, se ha convertido en una suerte de monopolio del amor (al menos en Internet). Cupido tendrá que recurrir al Tribunal de Defensa de la Competencia

Boda. “Enamórate o te devolvemos el dinero”. Hasta hace poco, Meetic mantenía esta apuesta. Por si la crisis animaba al onanismo, ha preferido retirarla pero ha añadido un servicio, MeeticAffinity, que une a solteros que comparten personalidades similares. Sus psicólogos van para padrinos de boda aunque aquí también se viene a pecar, ojo.

Concurso. Algunos usuarios de ese servicio han ganado un concurso. Un viaje a París. Cuatro solteros de ocho países de Europa, 32 hombres y mujeres buscando lío. Entre ellos hay un periodista infiltrado. Mi menda.

Detalles. Los usuarios no han sido escogidos por su afinidad sino por un notario. Eso convierte la cosa del ligue en una lotería. Y, ya se sabe, afortunado en el juego… Otro detalle: cada ganador viene con un acompañante de su mismo sexo. Con carabina, o sea.

Estrategia. La recepción en lujoso y añejo hotel Lutetia es como una partida de póquer en la que las miradas se cruzan intentando adivinar las cartas de cada uno. Veo a una guapa rubia con pinta de alemana que me mira. Mantengo la mirada. Voy de farol. De repente, observo que entra mi reina de corazones. Una dama inglesa, morena y de sonrisa radiante. Ya me estoy imaginado la pareja cuando ella descubre sus cartas. Detrás viene su madre. ¿Trío? Uf.

Feos. Es lo que tienen los notarios, que sólo se fijan en la hermosura de su firma. Hay mucha belleza interior pero destaca por inusual la de los dos machos italianos. Uno bajito y sin cuello y el otro grande y con todos los extras. Alguien les acaba llamando Astérix y Obélix. Alguien generoso, sin duda.

Guapos. Las dos periodistas españolas invitadas al evento como espectadoras confiesan que mi compatriota David y yo somos los más guapos de la reunión. ¿Quién dice que no se hace información veraz en España?

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Hijos. Empieza la primera actividad, una clase cocina, y se me arriman las dos italianas, Bárbara y Francesca. Quizás porque coinciden con las periodistas. Quizás sólo por esconderse de Astérix y Obélix. Cortar la berenjena y mancharse las manos de tomate seco juntos, une mucho. Ver las fotos de la casa de Bárbara a las afueras de Roma, no tanto. Su hijo sale en casi todas.

Italia. País en forma de bota con un presidente de vodevil, al menos dos hombres poco atractivos y Bárbara y Francesca, que son amigas a pesar de que el padre del hijo de una fue antes el novio de la otra y fue “malo”. Mira que hablan los italianos… Pues deberían comunicarse más.

Juegos. Después de la cocina, toca hacerse fotos disfrazado de bohemio parisino o algo peor. Me escondo pero no lo suficiente como para dejar de ver que mi compañero David consigue dos éxitos: un disfraz no demasiado ridículo y una pareja de foto estelar. Vestido de cocinero, con cacerola y cuchillo, posa junto a la inglesa. Posa con ella y posa sus labios sobre los de ella en un beso robado que logra un tercer triunfo. La madre de la niña y yo estamos de acuerdo en algo: queremos clavar el cuchillo en el corazón de David para volver a sentir el nuestro.

Kilos. 133,70 millones de euros ingresó el Grupo Meetic en 2008, el doble que el anterior. De los otros kilos no voy a hablar que bastante mal karma me he ganado por lo de Astérix y Obélix… Sí, fui yo.

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Listo. Marc Simoncini es el fundador de semejante negocio. El tío tiene 46 años y hace ocho que fundó la empresa. Desconozco su estado civil.

Millonario. Marc Simoncini

No. Respuesta que flota en el ambiente

Ñ. Ah, también hay en la expedición dos españolas. Ana y Patricia son la demostración de que no es lo mismo opinión pública que opinión publicada. Pasan olímpicamente de David y de mí. No más de lo que pasan de todos los demás, eso sí.

Otros. En cambio, se fijan en los demás: el camarero del restaurante, uno que se toma un martini en el bar… No es que no hayan venido a ligar, es que igual les falta ganado en esta granja.

Preservativos. Esas cosas de látex que tengo en la habitación y que otra vez han venido de turismo.

Qué. Eso me pregunto yo: qué y, sobre todo, con quién.

Roxanne. Así se llama la guapa rubia con pinta de alemana que me miraba por la mañana. Resulta que es holandesa. Como Bridget y Sabrina, dos bombones de chocolate negro. David y yo nos unimos a ellas en un equipo impar para la prueba de cata de vinos. Tenemos que adivinar olores, acertar uvas y hacer esas cosas que hace un hombre cada vez que se lleva a cenar a una mujer. Sólo que esta vez ellas conocerán la verdad.

Segundos. Pues sí, a pesar de que sabemos tanto de vino como el Gobierno de economía, quedamos segundos en la prueba y, lo que es mejor, se han reído con nosotros. ¿O era de?

Timidez. Rasgo de buena parte de los participantes en el evento. Como si ser soltero fuese una cruz y no una cara. No es lo que piensan mis amigos casados.

Ulcera. Enfermedad generada por una bacteria que ataca de repente el estómago de Bridget. Más o menos en el momento que me siento a su mesa durante la cena y le propongo que compartamos el premio que hemos ganado.

Vino. El premio en cuestión. Una botella de vino dulce con 15 grados que pensábamos beber David y yo con nuestras tres chicas. Lo que viene a ser una paja mental.

X. Ojalá el hotel tenga canal porno.

Ya. Suficiente. Me he bebido el vino del premio y unos cuantos más de consolación. Si sigo trasegando alcohol puede que vea todo distinto, pero no creo que todo me vea distinto a mí.

Zzzz. Duermo. Solo. Agitado por el etanol, me revuelvo pensando en combinaciones míticas de verdad: Astérix con la madre de la inglesa; las dos hermanas holandesas entre ellas; yo con la fortuna de Mark Simoncini. Una pesadilla y dos sueños húmedos. Que no se diga que mi trabajo no da satisfacciones.

 

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Me da la sensación de que la mayoría de la gente que compra periódicos no lo hace para adquirir una visión del mundo, sino para reafirmar la que ya tiene. Es una de las pocas elecciones ideológicas en estos tiempos sin ideologías y, por eso, los lectores hacen bandera de su diario y atacan al de enfrente. Para los de ABC, El Mundo y La Razón, El País es el órgano oficial del PSOE (con permiso de Público), una herramienta progre para desgastar con infamias a la oposición y tal. Para los que son de El País, esos otros diarios son el colmo de lo tendencioso y, en concreto El Mundo, la cosa más amarilla desde el submarino de Los Beatles. También, muchos de los currantes defienden su medio como si lo dirigiesen y desprecian a los otros como si fuesen redactados por los muchachos y muchachas de Gran Hermano. Yo he trabajado o colaborado en todos ellos, soy lector habitual de El País y un poco menos de El Mundo y, más allá de mis costumbres lectoras y los amigos y enemigos que tengo aún en alguno, no tengo ningún lazo emocional con ninguno. Y pienso que son todos tendenciosos, cada uno a su modo y en su tendencia, eso sí. ¿Y amarillos? Pues, atención, frase hecha, depende del cristal con que se miren.

Cuando El País empezó a publicar el asunto de las velinas de Berlusconi, hubo un debate en mi entorno sobre si era apropiado sacar las fotos robadas de la vida privada del hombre éste. Unos defendían el derecho de Silvio a meterla donde y como pudiese y otros creían que, si eso involucraba tráfico de influencias, abuso de poder y demás, era noticia. En cualquier caso, un tipo de la calaña de Berlusconi no debería caer por irse de putas sino por las muchas putadas que ha hecho y hace.

Hoy, todos los periódicos ponen en portada la misma foto, más o menos. Y, más o menos, titulan con otra bobada berlusconita sobre las mujeres como el «mejor regalo de Dios». Sólo uno da la noticia (o lo que sea) a cuatro columnas y con un titular distinto: «Nunca he pagado por sexo. Amo conquistar». Ese uno es El País. Y yo, al verlo después de comer, me he llevado a la siesta varias preguntas sobre esta portada. ¿No había ninguna noticia más importante? ¿Si llega a confesar que toma Viagra le dan tres columnas y si dimite, portada y contra? ¿Es una batalla de la guerra entre El País y el primer ministro italiano o una escaramuza en su lucha contra la prostitución? ¿Es amarilla la portada o yo soy daltónico? ¿Me pillo las tazas de los Beatles?

Suenan Los Mustang y su Submarino amarillo.

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El barrio entero es un burdel y el Ayuntamiento nuestro proxeneta».

Lo escribe Javier Calvo en El País, en un estupendo artículo llamado El Raval, un barrio prostituido, que cuenta de primera mano (él vive allí) cómo los intentos del Ayuntamiento de Barcelona por (re)convertir aquello en otra atracción para turistas se han encontrado con la realidad. Que a veces es muy puta.

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Ya sé que eres periodista pero no tienes que creerte lo que dice la prensa».

Se lo dice Oliver Stone a Toni García, periodista de El País, en Venecia durante la presentación de South Of The Border. Se refiere al tratamiento que el periódico da a Hugo Chávez. Al tratamiento de choque, en concreto.

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Cualquiera que frecuente los canales History y National Geographic puede considerarse experto en nazis y tiburones. A veces emiten documentales sobre otras cosas, pero intentan incluir en ellos algún nazi o algún tiburón. Si algún día se descubre que los tiburones simpatizan con el nazismo, o que Hitler adoraba secretamente a los tiburones, ambos canales habrán resuelto su programación para siempre».

Otra columna con puntería de Enric González sobre la serie Apocalipsis, de National Geographic. Acaba analizando las causas originales de la Segunda Guerra Mundial y haciendo con ellas una analogía preocupante: «Cinismo, resentimiento y buenismo: suena actual, ¿no?».

Suenan Los Chichos, Ni más ni menos.

Las imagenes están sacadas de aquí, aquí y aquí. Hay días que da gusto leer el periódico, aunque no haya que creérselo todo.

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Nuevo capítulo de la serie Zona Prohibida para la revista GQ. Siguiendo con el exhibicionismo genital por motivos laborales, me planto en una clínica para hacer una consulta sobre alargamiento de pene. Como se refleja en el texto, la cosa no es idea mía, sino que parte de la redacción. Quiero decir con esto que si alguien ve un paquete sospechoso igual no debería mirarme a mí…

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Empiezo a pensar que la dirección de esta revista tiene cierta obsesión con mis genitales. O, cuando menos, con la exhibición escrita de mis genitales. Primero me llevaron a que me los pinchara un médico de Boston Medical. Luego quisieron que me los pisoteara una domina. Ahora pretenden que me los intervenga un cirujano plástico. ¿Un reportaje sobre alargamiento de pene? Mmm, curiosa la obsesión de los miembros de la revista por mi ídem. Seguro que a Freud le pondría tratar el asunto.

Mi asunto, en cualquier caso, lo va a tratar el doctor Ali. Él no sabe nada de obsesiones redaccionales. Para él soy sólo un paciente que ha acudido a consulta a la clínica Menorca. La clínica ofrece operaciones plásticas de todo tipo pero las de cirugía íntima masculina no deben estar en el hit parade. Hay que llamar y esperar a que localicen y convoquen al doctor. A mí me ha tocado aguardar una semana y cuarenta minutos. El doctor Ali no tiene mucho tajo, con perdón. Pronto sabré por qué.

Entro en una habitación llena de cajas y me siento frente a un hombre con los ojos vidriosos, una tos preocupante y una chaqueta de cuero marrón con aspecto de haber celebrado la victoria de Massiel en Eurovisión. “Bueno, ¿qué le sucede?”. De repente, recuerdo lo que ha pasado cuarenta minutos antes. Me he equivocado de entrada y, en otro edificio de la misma clínica, he preguntado por el doctor Ali. La recepcionista me ha mirado como si me acabase de subir a un guindo con muletas y me ha dicho que hace años que el doctor ya no pasa consulta allí, que si no me habré equivocado de… ¡dentista! En fin, con un par: “Quería información sobre alargamiento de pene”.

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El doctor me pide que me baje los pantalones. Observa el órgano en cuestión. Lo sopesa. Se sienta, tose un par de veces más, toma alguna nota y me hace las preguntas del manual. “¿Problemas de erección? ¿Enfermedades? ¿Alérgico a algún medicamento? ¿Fuma?”. Doy fe de mi buena salud y el doctor, con seriedad, pasa a los detalles. Me dice que antes de la intervención habría que hacerme un estudio psicológico, que después hay que ir con una sonda durante siete días, que cuesta 6.000 euros. Tengo la tripa revuelta y la cartera agitada pero pongo cara de póquer. Quiero más información. El doctor Ali vuelve a toser y pasa a hablarme de los inconvenientes de la operación. La lista es dolorosa. También larga. No tanto como los resultados. La operación consiste en seccionar el ligamento suspensorio. Nunca se consigue un alargamiento mayor de 1,5 centímetro. Y pueden pasar cosas muy malas. El doctor Ali me dice que la operación puede generar problemas de erección. Se da cuenta de que me ha llegado con ese golpe y decide hacer honor a su apellido completando una serie que me deje KO. Coge un papel y un boli y se pone a dibujar. Veo un trazo que parece un pene normal y, al lado, otro que es un enorme muñón. “Se puede producir un linfedema”. El doctor me explica que lleva muchos años viendo y practicando este tipo de operaciones y que ocurre a menudo: una infección y el pene operado se hincha. Hay que volver a intervenir. Una vez. Dos veces. Las que sean necesarias. Si hay suerte, el paciente podrá volver a usar su cosa para hacer pis. De follar, ni hablamos. Creo que estoy llegando a una conclusión: esto es matar moscas a cañonazos. Y sospecho que es justo la conclusión a la que me quería llevar el doctor.

“Mire, la verdad, no se lo recomiendo”. Me habla de otros métodos que no atentan contra la salud: inyecciones cavernosas, bombas de vacío. Son, más bien, procedimientos para mejorar la erección y obtener un tamaño más vistoso durante un tiempo, pero al menos no son peligrosas. El doctor Ali no es ningún charlatán. Sólo es partidario de operar en casos extremos de micropene en los que los daños psicológicos sean mayores que el riesgo. Se despide de mí con un apretón de manos y la cara compungida. Y me dice: “Si va a otros centros, tenga cuidado con lo que le prometen. Créame, usted no necesita operarse”.

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Salgo de la clínica contento con el diagnóstico de mi virtud aristotélica y voy al encuentro de Sonia. Sonia es una mujer que se ha topado con lo excepcional. No ha encontrado un trébol de cuatro hojas en el parque o un billete de 500 euros en el metro, pero ha hallado un micropene en su cama. Ni una broma al respecto, por favor. A Sonia no le hace gracia recordarlo. “Era enano, ni te enterabas que lo tenías dentro. Era como un cacahuete. Sentía vergüenza por él. Y pena. También me sentía frustrada sexualmente. No supe cómo afrontarlo. Lo dejé al mes y medio”. Sonia recuerda que esa persona se comportaba de forma muy chula, como si quisiera demostrar algo. Y que bebía de más. Por lo que me cuenta y por lo que empiezo a imaginarme, no debe ser fácil cargar con un peso tan ligero en la entrepierna.

Dejo a Sonia fijándose en los pies y en las manos de los hombres que se cruzan en su vida (“tengo miedo a encontrarme con otro micropene”) y me dirijo a la consulta de mi urólogo de cabecera. Para hacer esta sección en esta revista hay que tener un buen especialista en urología cerca. El mío vuelve a sorprenderse por mi trabajo y me dice que una operación de alargamiento de pene no es cualquier cosa. “Hay que hacer un estudio psicológico serio. Y también genético. El micropene tiene que ver muchas veces con malformaciones congénitas, está cerca del intersexo”. Me cuenta casos como el de un hombre con micropene y menstruaciones, por ejemplo. Y me dice que son fenómenos difíciles de ver, incluso para los expertos en andrología. “En cualquier otro caso, desaconsejo la operación. Da más quebraderos de cabeza que otra cosa”. Impotencia, incurvaciones, cicatrices, infecciones y otros términos que un hombre nunca quiere asociar a su mejor amigo.

“Eso de la longitud del pene es muy relativo”. Hablamos un rato de las tendencias estéticas, de los medios de moda que han hecho tanto daño a la imagen que la mujer tiene de sí misma como las películas porno han dinamitado la autoestima del hombre. Me despido del médico para que atienda a alguien con problemas de verdad y me voy a casa pensando en los actores favoritos de la dirección de esta revista. ¿Les gustará Rocco? ¿Preferirán a Nacho? ¿O serán más de vérsela a Mandingo? Quizás las respuestas ayuden a su psicólogo a descubrir por qué yo tengo que pasar por todo esto.

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¿Quién coño llega aquí buscando en Google «desvirgando bebes»?

Suena todo un experto en el asunto, Gary Glitter y su Leader Of The Gang.

La imagen es de la Wikimedia.

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