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Posts Tagged ‘Sexo’

Vuelve la serie Zona Prohibida a este blog porque ha vuelto a las páginas de la revista GQ. Y vuelve con este texto sobre una visita a un cuarto oscuro, al cuarto oscuro del Strong, en concreto. Podría ser una celebración anticipada del orgullo pero lo que es, lo que quiero que sea ahora mismo, es un homenaje a Javier Angulo, director hasta hace unos días de GQ España y el hombre que apostó por un servidor, esta sección y esta forma de hacerla en su revista. Por eso y porque es un tío de puta madre, larga vida, también profesional, a Javier.

“¿Sabes lo que he pensado?, que vas a entrar tu solo”. Mi amigo me dice esto justo cuando estoy traspasando el umbral, me lo dice mientras me da una  palmada en la espalda y me hace sentir como un astronauta al que empujan fuera de la nave para un paseo espacial en la entrada de un agujero negro. Peor y sin metáfora: como a un periodista hetero que se mete por primera vez y sin carabina en un cuarto oscuro. En el cuarto oscuro más grande de Europa, en concreto. En el cuarto oscuro del Strong, en Madrid.

Javi, ese amigo, me había contado que este darkroom es bastante más amplio de lo habitual, con diversas zonas, distintos ambientes, sitios donde sentarse y hasta una sala de cine. Yo, al oír eso, me había imaginado una especie de centro comercial, un lugar al que la gente va a pasar la tarde, ver una peli o en busca de algo de comida rápida. Supongo que imaginar tal cosa era una forma de quitarme el canguelo. Un alivio. Una paja mental.

Para un hombre heterosexual, un cuarto oscuro es un lugar con luces y sombras. Explico la paradoja: las luces, esa forma de practicar sexo sin compromiso, porque sí, tan supuestamente masculina. Las sombras, que ese sexo es, precisamente, entre humanos masculinos y plurales y, además, obligatorio una vez se está dentro. Vamos, que uno entra Pérez Reverte y sale Oscar Wilde tal que en una edición para adultos del programa Lluvia de estrellas. O eso suponemos desde fuera.

Yo ya estoy dentro. Y lo primero que percibo es que todo eso que me había imaginado era sólo eso, imaginación. Fin de la paja mental. ¿Un centro comercial? Una leche. Esto parece una película. Una de zombis, en concreto. Un pasillo en penumbra lleno de puertas a los lados y de tíos junto a esas puertas, esperando a algo, mirando, casi olisqueando a todos los que pasamos por allí. Porque yo paso por allí. Con bastante sustito, tratando de fijarme en todo pero sin fijar mucho la mirada en nadie no vaya a ser que se interprete como una invitación y no como un ejercicio periodístico. Me siento como en un capítulo de The Walking Dead y me hago gracia a mí mismo pensando en ello. Pero no me río. Nadie se ríe. Ni siquiera sonríen, aunque esto no lo puedo jurar por eso de que está oscureciendo y yo, como ya he dicho, me hago el despistado. Pero llego a percibir que todo el mundo está muy serio, como concentrado en algo.

Quizás sea en el ruido de mis pisadas. A cada paso que doy se me queda pegada media suela de zapatilla y se oye como si un grillo agonizase. Por alguna razón, recuerdo otro aviso de Javi: “Hay una mezcla de olores, a mierda, a Popper, a saliva, a semen”. Yo no huelo nada, me concentro en no caer al suelo.

Sigo adelante. Sigo esquivando sombras. No es literatura, es que estoy acojonado. El sitio impresiona y uno, además, no conoce las costumbres locales. No sé si en cualquier momento alguien se me va a tirar al cuello y me va a meter en una de las cabinas. Por suerte, me he traído un talismán, una botella de cerveza a la que voy dando tragos y con la que pienso que paso por uno que paseaba por aquí. En el fondo, mi susto no es sólo por lo sórdido del lugar ni porque alguien pueda meterme mano sino porque descubran que soy un turista que viene a hacer un reportaje. Pero muy en el fondo.

Atravieso la zona de cabinas siguiendo a tíos que van como yo pero no a lo que yo. Paso una salita con la misma luz casi inexistente y llego al cine. La pantalla es chiquitita pero juguetona. La emisión, porno gay muy hardcore. Hay tres hileras de sofás tapizados en plata y un pelín más de luz que en el resto de las estancias. Sólo un espectador. Se ve que aquí también afecta el tema de las descargas.

Sigo. Bajo la pantalla hay una puerta abierta a la oscuridad absoluta. He llegado al cuarto más oscuro del cuarto oscuro más grande de Europa. No veo un carajo pero percibo movimiento a mi alrededor. De repente, una luz que se enciende un instante, como un flash. Y otra. Y otra más. Esto también me lo habían contado, la gente prende mecheros para ver lo que hay, algunos también usan móviles, incluso creo ver a uno que lleva una linternita, un profesional. Cada flashazo me provoca sensaciones encontradas: por un lado me da un susto de narices; por otro, me permite ver. Me hago el experto y uso el móvil en el modo antorcha. Veo que hay una última estancia. Entro. Negro sobre negro. En realidad, creo que es blanco sobre blanco y otros dos de parecido color que se tocan y tocan a los otros. Hay una melé a mi izquierda. Intento asomarme por encima de los hombros de los contendientes. No sólo por curiosidad sino por dar información a mis lectores. No soy el único. Las otras sombras que merodean en la sala hacen lo propio. Nada, es un lío y no se ve un carajo con la luz de pantallita del móvil. Querido lector, por resumir, son cuatro tíos follando.

“Hay quien viene con su pareja, es un buen sitio para hacerse un trío”. Palabra de Javi. “También hay gente que ha encontrado aquí a su novio”. Uf, eso me sorprende más. No sé, a primera visita parece más romántico un Carrefour en fin de semana. Antes he escrito la palabra sórdido y he hecho la comparación con los vampiros. Son las impresiones de un cuartooscurista virginal y entiendo que no son más que vestigios de cuando este tipo de lugares eran necesarios. Nacidos en los 60 en Estados Unidos, la idea de los darkrooms era facilitar encuentros (homo)sexuales a gente a la que la sociedad impedía manifestar en cualquier otro lugar más luminoso su (homo)sexualidad. Eran las profundidades del armario.

En el Strong, fuera de la zona oscura, el ambiente es el de una discoteca gay normal. Bueno, en realidad la música, techno, es un poco mejor y las tribus se mezclan más que en otro sitios. Pero se ven grupos de amigos que vienen a bailar y tomarse algo y, calentón mediante, a meterse un rato en el agujero negro. Es sábado, son las tres e la mañana y el Strong se empieza a llenar. Su cuarto oscuro también.

Después de la elipsis, sigo en lo más oscuro del cuarto oscuro con cuatro tíos dándose duro a mi izquierda. El silencio es ensordecedor. Una de las cosas que más impresionan de la visita es la ausencia de ruido. Más allá del graznido de las zapatillos al pisar ese suelo pringoso, no se oye nada, ni gemidos, ni toses, ni saludos. Así que, callado como la perra en prácticas que soy, empiezo a desandar mi camino en este laberinto. Quizás sea por la hora o quizás porque ya le voy cogiendo el truco, pero veo más acción. Dos que se besan y se tocan en un plan adolescente que chirría, un par que descansan en unos asientos como quien lo hace en un museo, varios que se meten la mano en la entrepierna a mi paso por el pasillo de las cabinas, algunos que se meten con las entrepiernas de otros dentro de esas cabinas…

Estoy fuera. Superado el mito de la caverna, confirmo el supuesto: aquí, efectivamente, se viene a fornicar y alrededores. Hasta ahora, todo según lo previsto. Pero he aprendido cosas que no sabía y que quiero compartir con el lector: el sexo, en cualquier de sus variantes, no se produce de forma aleatoria entre los asistentes. Como dice mi amigo Javi, homosexual pero no practicante de este juego de las tinieblas, es como un mercado de ganado. La diferencia es que aquí el género se elige a la luz de un mechero. Sé que al lector, llegado a este punto, le surgen un par de preguntas. ¿Me metí en todo lo negro y me fui sin que me entrara ni el Tato? ¿O acaso caí en las garras de un chulazo que me dio lo mío y lo del inglés entre las sombras? Sólo puedo decir una cosa: estuve en un cuarto oscuro y no vi la luz.

Las fotos son de un reciente viaje a Toronto y la saco por aquí porque están fresquitas y porque algo hay que sacar y no hay manera de hacer fotos dentro de un cuarto oscuro.

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¿Por qué una empresa que se dirige con uno de sus productos a un público adulto no se atreve a tratarlo como tal? Por concretar la pregunta, ¿por qué ayer El País Semanal saca un tema de portada sobre sexo entre mayores o viejos pero no se atreve ni una sola vez a escribir palabras como copular, fornicar, ayuntar, follar, joder o, aunque sea una cursilada, hacer el amor? ¿Es que no había otra solución que repetir cada vez esa fórmula, ya empalagosa desde la portada, de «los mayores también lo hacen» y encima subrayando la mojigatería con cursiva? Que es que así nos hacemos un lío. Por ejemplo, yo llevo un par de semanas dudando de si los Reyes Magos existen, las teles y los periódicos dicen que sí pero en la frutería me han sugerido que no. Y ahora, encima, no termino de saber si follan o no follan…

Suena No todo va a ser follar, de Javier Krahe.

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Una amiga, ayer, al enterarse de que su aparato de tele era digital y, por tanto, no necesitaba los dos decodificadores que se había comprado: «¿Por qué no me lo habían explicado antes?». La misma amiga, recordando lo que le dijo a sus amigas cuando se enteró de que su aparato tenía clítoris y, por tanto, disfrutaba de la estimulación (digital, entre otras): «¿Por qué no me lo habíais explicado antes?».

Suena Orgasm Addict, Buzzcocks.

La imagen es de aquí.

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buzon

Recibo un  mensaje de un trabajador de Boston Medical con respecto al reportaje sobre ese negocio publicado en la sección Zona Prohibida del número 132 revista GQ (y colgado posteriormente en este blog). Por eso del derecho a réplica, lo pego aquí tal cual para que lo lea todo quisque:

Buenos Días, mi nombre es Ramon y trabajo en Boston Medical Group.
Me gustaría aclarar varios conceptos y ofreceros mi ayuda para poder explicar más en detalle algunas cuestiones que creo que no están claras.
Desde Boston Medical Group ofrecemos soluciones médicas personalizadas a problemas de sexualidad masculina. Buscamos la raíz del problema para poder ofrecer una solución individual a cada problema. Es cierto que no podemos curar a todos los pacientes que acuden a nuestras clínicas, existen casos en los que medicamente esto no es inviable, pero sí que podemos garantizar que tendrán relaciones sexuales. Esto lo podemos garantizar casi en el 100% de los casos.
En cuanto al tema del precio, todo es relativo. Ofrecemos un servicio de seguimiento médico, no solo la recomendación de un fármaco u otro. Manejamos todos los tratamientos farmacológicos disponibles para la Disfunción Eréctil y recomendamos el que mejor se adapte a las necesidades de cada paciente. No es lo mismo un diabético, un hipertenso, una persona con una afección cardiaca u otra con disfunción eréctil a los 30 años. Unicamente después de valorar la historia clínica y el resultado de las pruebas hacemos una recomendación de tratamiento.
Espero que haya sido de ayuda.
Un saludo

Y respondo: que a mí SÍ  se me dijo que el tratamiento de inyecciones que ofrece Boston Medical cura la impotencia; que es verdad que el médico que me trató me habló y recetó Cialis aunque las pruebas que me hizo demostraron que yo no tenía problema alguno; que el comercial que me atendió a continuación sólo quiso venderme el tratamiento a base de inyecciones; que tal tratamiento se me ofreció al precio de 1.500 euros; y que el urólogo al que consulté posteriormente me confirmo que tal cosa no cura sino que alivia los síntomas (o sea, que te la pone dura, que no es poco, supongo) y que la Seguridad Social ofrece inyecciones gratis (eso sí, una por consulta).

Pero todo eso quedaba bastante claro en el texto. Así que, por si alguien tiene alguna duda, aquí va otra vez.

Estoy tumbado en una camilla. Los pantalones bajados hasta la rodilla. Los calzoncillos, también. Ante mí, un joven médico con acento latinoamericano que recuerda, por la voz y el currículo que se le intuye, al doctor Nick Riviera de Los Simpson. El galeno me explica las opciones de tratamiento. Pastillas o inyecciones. Ni siquiera me ha dicho que esté enfermo. Aún no me ha hecho la prueba. Da igual. En mi posición, repito, tumbado, con pantalones y calzoncillos por las rodillas, es difícil discutir. Mientras me lo pienso, se anima a hacerme esa prueba. Echa una crema en la base de mi pene y pasea por ahí una especie de rotulador conectado a un aparatejo que suelta un ruido como de interferencia radiofónica. Es un ultrasonido Doppler que mide el flujo sanguíneo de mi órgano sexual. El resultado sale impreso en un papelín de fax. Es el polígrafo de la erección. Es una tabla con sus picos, como la del Ibex 35. Ojo, la mía no anda tan mal como la del Ibex. Estoy dentro de los parámetros normales para mi edad. Estoy bien pero debo elegir. No tengo las opciones de Neo. Nada de pastilla roja o pastilla azul. Debo elegir entre pastilla azul o inyección. Pellizco o pinchito. Susto o muerte. «Si quiere -me dice-, le hago un test de erección, una inyección vasodilatadora como las del tratamiento para ver la respuesta y así calcular la dosis que necesitaría».

Me llamo Pedro y soy impotente. En realidad, me llamo Pedro, soy periodista y desde la dirección de esta revista quieren acabar con mi imagen, pública y privada. O eso, o consideran que si no me he casado después de visitar un puticlub, un local de intercambio de parejas, la casa de una chica que ofrece sexo a través de su webcam y hasta el backstage de un desfile de lencería es porque tengo un problema en los bajos. Se supone que esta sección, Zona Prohibida, consiste en visitar lugares que jamás pisaría un lector de GQ. No me quiero meter en los asuntos urológicos de los lectores, pero si alguno ha pasado por aquí, seguro que no lo ha contado. Yo sí. Para eso me pagan. Así que voy a seguir. Por cierto, no se dice impotencia, se dice disfunción eréctil.

«Si tu vida sexual funciona, lo demás no importa». Antes de llegar al momento de recibir una inyección en la base de mi pene he escuchado muchas veces esta cuña en la radio. Como muchos españoles. Como mi querido director. Por eso, a pesar de que mi vida sexual está en orden, he entrado en Boston Medical Group. Por eso sé que en la recepción hay un hombre con bata blanca y no una enfermera. Un punto para Boston Medical. No debe ser muy terapéutico llegar donde pretendes curar tu eyaculación precoz o tu disfunción eréctil y encontrarte con una moza ante la que sólo puedes hacer el ridículo. El recepcionista me acompaña a la sala de espera donde debo rellenar mi historial médico. Otro punto para ellos. La sala es individual. Se evitan así las conversaciones sobre el tiempo (que tarda cada uno en eyacular o el que hace que no se pone firme).

Una vez rellenado el historial y comprobado que en la sala de espera no hay revistas porno, no vaya ser que se produzca un milagro y se pierda un cliente, me llama el doctor y tiene lugar la escenita que he narrado al principio del texto. Una elipsis después, vuelvo a estar en mi sala de espera. El pinchazo no ha dolido, la inyección se hace con un aplicador al estilo de los de los diabéticos. Se supone que debo esperar media hora a que las sustancias vasodilatadoras hagan efecto y suban el periscopio de mi entrepierna pero sólo han pasado quince minutos y ya tengo el misil preparado. Me entretengo leyendo la documentación que me han dado y pensando que los verdaderos pacientes deben vivir este momento con lagrimas en los ojos, la mano en el pecho y banda sonora orquestal, como cuando se iza la bandera nacional tras ganar una medalla de oro. Por fin, llega el médico para llevarme a su despacho. Vuelvo a bajarme pantalones y calzones y me mide, a mano, la erección. Me explica que estas inyecciones se deben aplicar al menos una vez a la semana, antes de la relación sexual, durante nueve meses y que así se acaba curando, en un alto porcentaje, el problema.

Empiezo a entender de qué va todo esto. Tanto la documentación como el discurso del médico tienen una pendiente que conduce tu pensamiento hacia donde Boston Medical Group quiere. Cosas como que el 90% de los casos de disfunción eréctil son de causa física. Un montón de pegas a los tratamientos habituales (Cialis, Viagra y demás pastilleo). Una luz de esperanza diciendo que todo, incluso la disfunción eréctil, sea física o psicológica, tiene solución. La comprensión se hace completa cuando me llevan a ver a un comercial adornado también con bata blanca. Gracias a él, me entero de que la solución a mi inexistente problema cuesta 1.500 euros. Son 90 inyecciones que puedo pagar a tocateja o en 12 mensualidades sin intereses. Gracias a él, también me entero de que la inyección que me acaban de poner puede provocar priapismo, o sea, seis horas o más de erección continuada, o sea, problemas. Me da un papel con instrucciones en caso de que tal cosa ocurra y dos pastillas para solucionarlo antes de ir al hospital (recomendación número cinco después de «realice una caminata de 10 minutos», «aplíquese agua fría en los genitales 10 minutos», «realice flexiones de piernas durante 10 minutos» y la toma de las pastillas). Le digo que me quedo más tranquilo y que me pensaré lo de los 1.500. Y me despido.

Me doy un largo e incómodo paseo por Madrid. Aprovecho para llamar a un urólogo conocido para que me cuente. Y me cuenta. Que el porcentaje de causas psicológicas de la disfunción eréctil es mayor que el 10%. Que las pastillas de ahora no tienen casi efectos secundarios. Que el tratamiento con inyecciones es más agresivo. Que, por supuesto, no cura. Y que, en cualquier caso, se puede conseguir gratis, con receta, a cargo de la Seguridad Social.

Han pasado dos horas desde que me han aplicado la inyección, sigo con el arma cargada en mi entrepierna y sólo me queda una duda. No sé si llamar a algún teléfono femenino de los de mi agenda para aprovechar la medicina u ofrecer al alcalde el molde para un obelisco en honor al periodismo de investigación.

B.S.O. Dropkick Murphys, I’m Shipping Up To Boston.

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Quizás es que he pasado este año encerrado en un agujero insonorizado o puede que sólo haya estado despistado. El caso es que no me he enterado de la existencia de Buraka Som Sistema hasta hace un par de días, que se lo leí al siempre recomendable Pablo Gil en su desde aquí recomendado Radar. Ahora que salgo de mi inopia, me entero de que son de un suburbio de Lisboa, que lo que hacen se llama kuduro, que viene de Angola, que han sido amadrinados por M.I.A. y que han tocado este año en el Sónar (insisto: ¿dónde coño estaban mis orejas en junio?). Pero como estoy escribiendo de música y lo he dejado todo bien linkeadito, paro y dejo que los chicos se presenten a sí mismos.

Buraka Som Sistema, Sound Of Kuduro.

Tremendo. Pero no se vayan todavía, que aún hay más.

Buraka Som Sistema, Kalemba (wegue, wegue).

Uf… El caso es que escuchando esto le viene a uno en seguida una referencia: el favela funk o baile funk que peta desde hace años en los barrios chungos brasileños y que, también en parte gracias a M.I.A. y a su ex, DJ Diplo, ha sonado en los antros pijos del centro del mundo.

DJ Marlboro.

Pero también suena a reggaetón, supongo que no hace falta presentaciones, de Panamá (o Puerto Rico) a todos los culos redondeados del planeta Tierra.

Tego Calderón, Cosa buena.

Claro que, si uno se pone, encuentra cositas comunes en el viejo Miami bass.

2 Live Crew, Me, So Horny.

Y sin estrujarse demasiado las meninges, aparece la madre de todas las referencias, el dancehall jamaicano.

Beenie Man, King Of The Dance Hall.

Toda esta cadena de sonidos similares paridos en distintas partes del mundo me da que pensar (lo justo). Y pienso que la música que pone a bailar a la gente de los barrios, de Río a Luanda, tiene una manía común por los breaks acelerados, los ruidos ácidos y las alusiones al sexo más guarrindongo. Supongo que un intelectual diría que en esos espacios exteriores, donde hay poco que rascar, la muchachada se conforma con un hedonismo que les aleje de una realidad bastante fea y les acerque al objetivo de todo menda en esta vida: follar. Pero como yo no soy un intelectual, a mí sólo se me ocurre decir: wegue, wegue.

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¿Por qué en las películas y en los libros dicen (o traducen) cosas como «tómame» y «hazme tuya» que aquí fuera nos suenan tirando a raro?

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Otro reportaje para la Zona Prohibida de la revista GQ. La serie se pone seria. Me meto en una sesión de BDSM (sadomasoquismo, para entendernos). Ésta vez, servidor cobra por cobrar. Por recibir pisotones y latigazos. Y por contarlo. Los periodistas especializados en sexo suelen hablar de oídas (o de leídas). Yo no. Claro que yo no soy un periodista especializado en sexo. Por cierto, ¿yo qué diablos soy?

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«Límpiame los zapatos. La suela. Con la lengua». Mistress Luna ordena. Yo obedezco. «¿Está limpia?», pregunta. «Sí, mi ama», contesto. Como ella me ha enseñado. La he besado los pies. La he lamido las piernas. He chupado el afilado tacón de sus zapatos de cuero. Mistress Luna me lo ha agradecido azotándome el culo con una pala de cuero. Estoy de rodillas. Sometido. Estoy acostumbrado. De pequeño decidí apoyar siempre a futbolistas vestidos de rojiblanco. Me identifiqué con el Coyote y no con el Correcaminos. Incluso, ya crecidito, me hice periodista. Vaya, creo que estoy hecho para el sufrimiento.

A Luna también le gusta el fútbol. Luna tampoco soporta al Real Madrid ni al Barça. Apoya al Atleti y al Zaragoza. Es el único punto masoquista de su dominante personalidad. Luna tiene 33 años, la piel clara y el pelo castaño y liso. Es elegante. Viste un corsé negro, falda del mismo color por debajo de las rodillas y esos zapatos, también negros, que funcionan como armas blancas. Su voz es suave. Sus modales, dulces. Es una chica guapa y de aspecto delicado. Sólo hay algo en sus intensos ojos verdes que revela la mirada de la perversión. La mirada de una mujer que lleva dos años sometiendo a hombres por dinero y por placer. La mirada de una ama. «Antes yo era escort y tenía mal rollo con los hombres. Ellos querían que hiciese cosas que yo no quería hacer, pero no podía decir que no, porque estaban pagando». Un día, conoció a través de una amiga el mundo del BDSM (acrónimo de bondage, disciplina, dominación y sumisión y sadomasoquismo) y le gustó. Luego, un cliente le propuso una sesión, ella aceptó, compró un montón de material y el tipo la dejó tirada. Decidió seguir. Luna se convirtió en Mistress Luna un poco por casualidad y un mucho por venganza. «Las experiencias que he tenido con los hombres me han hecho ser lo que soy. Veo al hombre como un capullo. Por eso me encanta torturarle, humillarle y sacarle el dinero». Luna cobra 150 euros por sesión. Hace un mínimo de dos al día. Confiesa que gana entre 8.000 y 10.000 euros al mes. Aunque invierte mucho en publicidad.

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«¿Has sido malo?», me pregunta Mistress Luna. Estoy tumbado sobre su regazo tratando de pensar en algún pecado reciente. Nada. Mi expediente está inmaculado. Se me ocurre, eso sí, que han cambiado muchos los métodos de confesión desde que no practico el sacramento. Me río por eso y por la situación en la que me encuentro. «No te rías», dice ella con voz firme pero sin gritar. Y me da mi merecido castigo. Más azotes en el culo. La gente viene a una sesión de BDSM profesional a ser sometida, humillada y golpeada. A disfrutar sufriendo. El límite lo pone cada uno. Yo he venido para contarlo. Estoy haciendo una iniciación. Por eso, cuando Mistress Luna me pregunta si quiero que me mee, le digo que no. Pongo mis límites. Puede que el periodismo sea un sacerdocio, pero yo siempre he sido bastante ateo. Mi ama me pellizca los pezones, me pega con una fusta, me pisa el cuerpo con sus zapatos asesinos. Otra vez me río. Esta vez del aumento de sueldo que voy a pedir al director de GQ cuando le enseñe las marcas. Otra vez soy castigado.

Luna lleva casi un año trabajando en Madrid, pero dice que «aquí no hay esclavos de verdad». Luna vino a la capital hace unos meses desde Barcelona y lo tiene claro. «El sumiso de allí es mejor… No sé, igual los catalanes son así, no digo que más sumisos en su vida real, pero sí más entregados en el mundo del BDSM». Para Luna, esto no es un trabajo, es una forma de vida. «Ya no tengo relaciones normales. Tengo un chico en Londres, pero es esclavo. Mantengo relaciones sexuales pero siempre él como esclavo». Por cierto, en el BDSM de pago no hay relación sexual. Si acaso, la sesión acaba con masturbación, ya sea a manos de la profesional o del propio interesado. Luna, además de ese «chico» en Londres», tiene más esclavos en Madrid y en Barcelona. Hombres que no pagan por sus servicios pero que se someten igual a sus deseos. Uno que le va a buscar al aeropuerto siempre que viaja. Otro que va a verla sólo para que ella le ordene que limpie la casa y le despida después de dos miserables azotes. También tiene esclavos financieros. Gente que le ingresa dinero en su cuenta cuando ella se lo ordena sin recibir más que desprecio a cambio. Y sumisos que disfrutan comprándole los caprichos que ella misma cuelga en su página web. Pero Luna, aunque me reconoce riéndose que su posición dominante es muy cómoda, se sigue quejando de que no le compran lo que realmente desea. «Ya te digo, no hay sumisos de verdad».

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«Mmmff», trato de contestar. Ahora estoy probando el facesitting. Estoy tumbado boca arriba y Mistress Luna se sienta, ya sin la falda, sobre mi cara. Se trata de acercarme a la asfixia. Se trata de seguir recibiendo golpes de su fusta en las partes más sensibles de mi cuerpo. Cuando se cansa, llega el momento del bondage. De rodillas, me ata el tronco con los brazos a la espalda. Me tumba, y con otra soga se ocupa de mis piernas. Estoy a su merced. Mistress Luna me dice que me ponga de rodillas. Me gustaría ver al gran Houdini superando esta prueba. Diez minutos y muchos estúpidos intentos después, consigo obedecer su orden. Me pone una máscara de gas. Más asfixia. Más dolor. ¿Más placer?

Mi sesión ha sido moco de pavo. Nada que ver con el día a día de Luna. La tortura genital es normal. Lo mismo que la penetración anal, el fist fucking y la lluvia dorada. «Lo único que no hago es sado medical, agujas, sangre y esas cosas. Tampoco meto catéteres en el pene». Suerte la mía. Luna me ha tratado bien. Yo diría que hasta me ha cogido cariño. Le pregunto si llega al orgasmo en el trabajo. «Depende. Puede que tenga feeling contigo y hacerte cosas me ponga cachonda. O puede que me des repulsión y te meta un castigo bien duro. Disfruto. Sin orgasmo, pero disfruto». Luego me cuenta lo más bestia que ha hecho. «Una vez vino un chico que quería que le diera patadas en los testículos con unos zapatos de punta. Lo hice y acabó sangrando. Y en cuanto a humillación, no sé, hacerle caca en la boca a uno y dejarle media hora con eso ahí mientras yo veía la tele». Por su casa pasa todo tipo de gente, desde mileuristas hasta directivos. La mayoría en torno a los treintaytantos. Todos hombres que reciben su merecido. Lo que ellos desean. Lo único que Luna sabe dar. «Yo nunca he sido sumisa ni voy a serlo jamás. La mayoría de las mujeres son sumisas, yo no». Sólo me queda una duda. ¿No echa de menos el cariño? «No. Me gustaría tener el cariño de un hombre, pero eso significa que tendría que dar un montón. Y yo no quiero dar. Quiero me den. Y eso cuesta encontrarlo».

Es la hora de la comida cuando salgo del piso de Luna. Estoy en una conocida zona de oficinas de Madrid. La gente sale y entra de los restaurantes de menú. Va y viene de sus trabajos. Como yo. Sólo que a mí me duele el cuerpo como si me hubieran pegado una paliza. Claro, como que me han dado una paliza. En fin, supongo que cada uno tiene el trabajo que se merece.

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Todo esto puede sonar a broma pero no lo es. Si el lector tiene curiosidad, puede visitar la página de Mistress Luna, www.universebdsm.com, y concertar una cita con ella (aunque ahora se ha mudado a Londres). Si quiere ampliar información, puede empezar con la entrada de la Wikipedia, bastante extensa y detallada. También puede pasarse por Alt.com, una web al estilo de Meetic pero centrada en el BDSM. Allí hay amos y amas que buscan sumisos y sumisas y viceversa. Y gente que quiere conocer gente con sus mismas aficiones: asfixiafilia, confinamiento, coprofilia, fist fucking, infantilismo, instrumentos de castidad, juegos con agujas, perforaciones… Ancha es Castilla y lo que te dilataré morena.
Añado a todo esto un excelente reportaje sobre el asunto del programa «Vidas anónimas», de La Sexta. Está hecho por Noemí Redondo, una tía estupenda que es una estupenda periodista.

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Reportaje publicado en el número 132 de la revista GQ, en la sección Zona Prohibida. El periodismo es una profesión muy mal pagada, pero el que yo hago a veces es impagable. Lo que viene a continuación no está basado en hechos reales: es real de cojones. O, más bien, es real de la polla. Se lo dice la mía. Relájense y disfruten mientras me ponen inyecciones en el pene.

Estoy tumbado en una camilla. Los pantalones bajados hasta la rodilla. Los calzoncillos, también. Ante mí, un joven médico con acento latinoamericano que recuerda, por la voz y el currículo que se le intuye, al doctor Nick Riviera de Los Simpson. El galeno me explica las opciones de tratamiento. Pastillas o inyecciones. Ni siquiera me ha dicho que esté enfermo. Aún no me ha hecho la prueba. Da igual. En mi posición, repito, tumbado, con pantalones y calzoncillos por las rodillas, es difícil discutir. Mientras me lo pienso, se anima a hacerme esa prueba. Echa una crema en la base de mi pene y pasea por ahí una especie de rotulador conectado a un aparatejo que suelta un ruido como de interferencia radiofónica. Es un ultrasonido Doppler que mide el flujo sanguíneo de mi órgano sexual. El resultado sale impreso en un papelín de fax. Es el polígrafo de la erección. Es una tabla con sus picos, como la del Ibex 35. Ojo, la mía no anda tan mal como la del Ibex. Estoy dentro de los parámetros normales para mi edad. Estoy bien pero debo elegir. No tengo las opciones de Neo. Nada de pastilla roja o pastilla azul. Debo elegir entre pastilla azul o inyección. Pellizco o pinchito. Susto o muerte. «Si quiere -me dice-, le hago un test de erección, una inyección vasodilatadora como las del tratamiento para ver la respuesta y así calcular la dosis que necesitaría».

Me llamo Pedro y soy impotente. En realidad, me llamo Pedro, soy periodista y desde la dirección de esta revista quieren acabar con mi imagen, pública y privada. O eso, o consideran que si no me he casado después de visitar un puticlub, un local de intercambio de parejas, la casa de una chica que ofrece sexo a través de su webcam y hasta el backstage de un desfile de lencería es porque tengo un problema en los bajos. Se supone que esta sección, Zona Prohibida, consiste en visitar lugares que jamás pisaría un lector de GQ. No me quiero meter en los asuntos urológicos de los lectores, pero si alguno ha pasado por aquí, seguro que no lo ha contado. Yo sí. Para eso me pagan. Así que voy a seguir. Por cierto, no se dice impotencia, se dice disfunción eréctil.

«Si tu vida sexual funciona, lo demás no importa». Antes de llegar al momento de recibir una inyección en la base de mi pene he escuchado muchas veces esta cuña en la radio. Como muchos españoles. Como mi querido director. Por eso, a pesar de que mi vida sexual está en orden, he entrado en Boston Medical Group. Por eso sé que en la recepción hay un hombre con bata blanca y no una enfermera. Un punto para Boston Medical. No debe ser muy terapéutico llegar donde pretendes curar tu eyaculación precoz o tu disfunción eréctil y encontrarte con una moza ante la que sólo puedes hacer el ridículo. El recepcionista me acompaña a la sala de espera donde debo rellenar mi historial médico. Otro punto para ellos. La sala es individual. Se evitan así las conversaciones sobre el tiempo (que tarda cada uno en eyacular o el que hace que no se pone firme).

Una vez rellenado el historial y comprobado que en la sala de espera no hay revistas porno, no vaya ser que se produzca un milagro y se pierda un cliente, me llama el doctor y tiene lugar la escenita que he narrado al principio del texto. Una elipsis después, vuelvo a estar en mi sala de espera. El pinchazo no ha dolido, la inyección se hace con un aplicador al estilo de los de los diabéticos. Se supone que debo esperar media hora a que las sustancias vasodilatadoras hagan efecto y suban el periscopio de mi entrepierna pero sólo han pasado quince minutos y ya tengo el misil preparado. Me entretengo leyendo la documentación que me han dado y pensando que los verdaderos pacientes deben vivir este momento con lagrimas en los ojos, la mano en el pecho y banda sonora orquestal, como cuando se iza la bandera nacional tras ganar una medalla de oro. Por fin, llega el médico para llevarme a su despacho. Vuelvo a bajarme pantalones y calzones y me mide, a mano, la erección. Me explica que estas inyecciones se deben aplicar al menos una vez a la semana, antes de la relación sexual, durante nueve meses y que así se acaba curando, en un alto porcentaje, el problema.

Empiezo a entender de qué va todo esto. Tanto la documentación como el discurso del médico tienen una pendiente que conduce tu pensamiento hacia donde Boston Medical Group quiere. Cosas como que el 90% de los casos de disfunción eréctil son de causa física. Un montón de pegas a los tratamientos habituales (Cialis, Viagra y demás pastilleo). Una luz de esperanza diciendo que todo, incluso la disfunción eréctil, sea física o psicológica, tiene solución. La comprensión se hace completa cuando me llevan a ver a un comercial adornado también con bata blanca. Gracias a él, me entero de que la solución a mi inexistente problema cuesta 1.500 euros. Son 90 inyecciones que puedo pagar a tocateja o en 12 mensualidades sin intereses. Gracias a él, también me entero de que la inyección que me acaban de poner puede provocar priapismo, o sea, seis horas o más de erección continuada, o sea, problemas. Me da un papel con instrucciones en caso de que tal cosa ocurra y dos pastillas para solucionarlo antes de ir al hospital (recomendación número cinco después de «realice una caminata de 10 minutos», «aplíquese agua fría en los genitales 10 minutos», «realice flexiones de piernas durante 10 minutos» y la toma de las pastillas). Le digo que me quedo más tranquilo y que me pensaré lo de los 1.500. Y me despido.

Me doy un largo e incómodo paseo por Madrid. Aprovecho para llamar a un urólogo conocido para que me cuente. Y me cuenta. Que el porcentaje de causas psicológicas de la disfunción eréctil es mayor que el 10%. Que las pastillas de ahora no tienen casi efectos secundarios. Que el tratamiento con inyecciones es más agresivo. Que, por supuesto, no cura. Y que, en cualquier caso, se puede conseguir gratis, con receta, a cargo de la Seguridad Social.

Han pasado dos horas desde que me han aplicado la inyección, sigo con el arma cargada en mi entrepierna y sólo me queda una duda. No sé si llamar a algún teléfono femenino de los de mi agenda para aprovechar la medicina u ofrecer al alcalde el molde para un obelisco en honor al periodismo de investigación.

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