Hoy hace un año y un día que nació este blog. Y la verdad es que está encantado de haberse conocido. Yo también estoy encantado de haber conocido al blog, aunque a veces mantenerlo sea un poco condena. Lo normal en estos casos, por lo que he visto por ahí, es dar un montón de datos de visitas y demás y hacer una recopilación de búsquedas bizarras a través de las que ha llegado la gente al lugar. Mis datos no están mal y las búsquedas que acaban aquí son de lo más psicodélicas. Normal, puesto que a veces me dedico a hablar de BDSM, intercambio de parejas, alargamiento de pene y cositas de ésas que no interesan a casi nadie en Internet, qué va. Pero como soy un tío discreto, paso de publicar tales cosas. En cambio, prefiero felicitar al blog y agradecer sus visitas a los lectores. Por cierto, si alguien quiere regalar algo al querubín, que me lo mande a mí y yo se lo hago llegar.
Buenos Días, mi nombre es Ramon y trabajo en Boston Medical Group.
Me gustaría aclarar varios conceptos y ofreceros mi ayuda para poder explicar más en detalle algunas cuestiones que creo que no están claras.
Desde Boston Medical Group ofrecemos soluciones médicas personalizadas a problemas de sexualidad masculina. Buscamos la raíz del problema para poder ofrecer una solución individual a cada problema. Es cierto que no podemos curar a todos los pacientes que acuden a nuestras clínicas, existen casos en los que medicamente esto no es inviable, pero sí que podemos garantizar que tendrán relaciones sexuales. Esto lo podemos garantizar casi en el 100% de los casos.
En cuanto al tema del precio, todo es relativo. Ofrecemos un servicio de seguimiento médico, no solo la recomendación de un fármaco u otro. Manejamos todos los tratamientos farmacológicos disponibles para la Disfunción Eréctil y recomendamos el que mejor se adapte a las necesidades de cada paciente. No es lo mismo un diabético, un hipertenso, una persona con una afección cardiaca u otra con disfunción eréctil a los 30 años. Unicamente después de valorar la historia clínica y el resultado de las pruebas hacemos una recomendación de tratamiento.
Espero que haya sido de ayuda.
Un saludo
Y respondo: que a mí SÍ se me dijo que el tratamiento de inyecciones que ofrece Boston Medical cura la impotencia; que es verdad que el médico que me trató me habló y recetó Cialis aunque las pruebas que me hizo demostraron que yo no tenía problema alguno; que el comercial que me atendió a continuación sólo quiso venderme el tratamiento a base de inyecciones; que tal tratamiento se me ofreció al precio de 1.500 euros; y que el urólogo al que consulté posteriormente me confirmo que tal cosa no cura sino que alivia los síntomas (o sea, que te la pone dura, que no es poco, supongo) y que la Seguridad Social ofrece inyecciones gratis (eso sí, una por consulta).
Pero todo eso quedaba bastante claro en el texto. Así que, por si alguien tiene alguna duda, aquí va otra vez.
Estoy tumbado en una camilla. Los pantalones bajados hasta la rodilla. Los calzoncillos, también. Ante mí, un joven médico con acento latinoamericano que recuerda, por la voz y el currículo que se le intuye, al doctor Nick Riviera de Los Simpson. El galeno me explica las opciones de tratamiento. Pastillas o inyecciones. Ni siquiera me ha dicho que esté enfermo. Aún no me ha hecho la prueba. Da igual. En mi posición, repito, tumbado, con pantalones y calzoncillos por las rodillas, es difícil discutir. Mientras me lo pienso, se anima a hacerme esa prueba. Echa una crema en la base de mi pene y pasea por ahí una especie de rotulador conectado a un aparatejo que suelta un ruido como de interferencia radiofónica. Es un ultrasonido Doppler que mide el flujo sanguíneo de mi órgano sexual. El resultado sale impreso en un papelín de fax. Es el polígrafo de la erección. Es una tabla con sus picos, como la del Ibex 35. Ojo, la mía no anda tan mal como la del Ibex. Estoy dentro de los parámetros normales para mi edad. Estoy bien pero debo elegir. No tengo las opciones de Neo. Nada de pastilla roja o pastilla azul. Debo elegir entre pastilla azul o inyección. Pellizco o pinchito. Susto o muerte. «Si quiere -me dice-, le hago un test de erección, una inyección vasodilatadora como las del tratamiento para ver la respuesta y así calcular la dosis que necesitaría».
Me llamo Pedro y soy impotente. En realidad, me llamo Pedro, soy periodista y desde la dirección de esta revista quieren acabar con mi imagen, pública y privada. O eso, o consideran que si no me he casado después de visitar un puticlub, un local de intercambio de parejas, la casa de una chica que ofrece sexo a través de su webcam y hasta el backstage de un desfile de lencería es porque tengo un problema en los bajos. Se supone que esta sección, Zona Prohibida, consiste en visitar lugares que jamás pisaría un lector de GQ. No me quiero meter en los asuntos urológicos de los lectores, pero si alguno ha pasado por aquí, seguro que no lo ha contado. Yo sí. Para eso me pagan. Así que voy a seguir. Por cierto, no se dice impotencia, se dice disfunción eréctil.
«Si tu vida sexual funciona, lo demás no importa». Antes de llegar al momento de recibir una inyección en la base de mi pene he escuchado muchas veces esta cuña en la radio. Como muchos españoles. Como mi querido director. Por eso, a pesar de que mi vida sexual está en orden, he entrado en Boston Medical Group. Por eso sé que en la recepción hay un hombre con bata blanca y no una enfermera. Un punto para Boston Medical. No debe ser muy terapéutico llegar donde pretendes curar tu eyaculación precoz o tu disfunción eréctil y encontrarte con una moza ante la que sólo puedes hacer el ridículo. El recepcionista me acompaña a la sala de espera donde debo rellenar mi historial médico. Otro punto para ellos. La sala es individual. Se evitan así las conversaciones sobre el tiempo (que tarda cada uno en eyacular o el que hace que no se pone firme).
Una vez rellenado el historial y comprobado que en la sala de espera no hay revistas porno, no vaya ser que se produzca un milagro y se pierda un cliente, me llama el doctor y tiene lugar la escenita que he narrado al principio del texto. Una elipsis después, vuelvo a estar en mi sala de espera. El pinchazo no ha dolido, la inyección se hace con un aplicador al estilo de los de los diabéticos. Se supone que debo esperar media hora a que las sustancias vasodilatadoras hagan efecto y suban el periscopio de mi entrepierna pero sólo han pasado quince minutos y ya tengo el misil preparado. Me entretengo leyendo la documentación que me han dado y pensando que los verdaderos pacientes deben vivir este momento con lagrimas en los ojos, la mano en el pecho y banda sonora orquestal, como cuando se iza la bandera nacional tras ganar una medalla de oro. Por fin, llega el médico para llevarme a su despacho. Vuelvo a bajarme pantalones y calzones y me mide, a mano, la erección. Me explica que estas inyecciones se deben aplicar al menos una vez a la semana, antes de la relación sexual, durante nueve meses y que así se acaba curando, en un alto porcentaje, el problema.
Empiezo a entender de qué va todo esto. Tanto la documentación como el discurso del médico tienen una pendiente que conduce tu pensamiento hacia donde Boston Medical Group quiere. Cosas como que el 90% de los casos de disfunción eréctil son de causa física. Un montón de pegas a los tratamientos habituales (Cialis, Viagra y demás pastilleo). Una luz de esperanza diciendo que todo, incluso la disfunción eréctil, sea física o psicológica, tiene solución. La comprensión se hace completa cuando me llevan a ver a un comercial adornado también con bata blanca. Gracias a él, me entero de que la solución a mi inexistente problema cuesta 1.500 euros. Son 90 inyecciones que puedo pagar a tocateja o en 12 mensualidades sin intereses. Gracias a él, también me entero de que la inyección que me acaban de poner puede provocar priapismo, o sea, seis horas o más de erección continuada, o sea, problemas. Me da un papel con instrucciones en caso de que tal cosa ocurra y dos pastillas para solucionarlo antes de ir al hospital (recomendación número cinco después de «realice una caminata de 10 minutos», «aplíquese agua fría en los genitales 10 minutos», «realice flexiones de piernas durante 10 minutos» y la toma de las pastillas). Le digo que me quedo más tranquilo y que me pensaré lo de los 1.500. Y me despido.
Me doy un largo e incómodo paseo por Madrid. Aprovecho para llamar a un urólogo conocido para que me cuente. Y me cuenta. Que el porcentaje de causas psicológicas de la disfunción eréctil es mayor que el 10%. Que las pastillas de ahora no tienen casi efectos secundarios. Que el tratamiento con inyecciones es más agresivo. Que, por supuesto, no cura. Y que, en cualquier caso, se puede conseguir gratis, con receta, a cargo de la Seguridad Social.
Han pasado dos horas desde que me han aplicado la inyección, sigo con el arma cargada en mi entrepierna y sólo me queda una duda. No sé si llamar a algún teléfono femenino de los de mi agenda para aprovechar la medicina u ofrecer al alcalde el molde para un obelisco en honor al periodismo de investigación.
Lo que hay que hacer para vender una miserable lavadora. Encerrar un batallón de jamonas neumáticas en un avión de los que no quiso Air Madrid. Ponerles el paracaídas y quitarles el sujetador. Tirarlas al aire de miles de pies de altura. Grabarlo y montarlo con banda sonora wagneriana. Y todo para hacer un fláccido chiste final . Pasen y vean.
Esta chorrada sin pies ni cabeza pero llena de tetas es el anuncio de una tienda danesa que oferta una lavadora Siemens por 4.990 coronas, que no sé si es mucho o poco pero no me importa nada. Por lo que he visto en Youtube, todos los anuncios de Fleggaard, el comercio en cuestión, están llenos de pibones calentando al personal. Sin duda, Dinamarca es una sociedad avanzada.
Todo esto lo sé gracias a una de mis instructivas misitas a Orgasmatrix.
Leo en ADN.es que Bettie Page está malita. Pase lo que pase, yo la seguiré vistiendo y desvistiendo cada vez que abro mi nevera. Eso, mientras siga teniendo nevera.
Otro reportaje para la Zona Prohibida de la revista GQ. La serie se pone seria. Me meto en una sesión de BDSM (sadomasoquismo, para entendernos). Ésta vez, servidor cobra por cobrar. Por recibir pisotones y latigazos. Y por contarlo. Los periodistas especializados en sexo suelen hablar de oídas (o de leídas). Yo no. Claro que yo no soy un periodista especializado en sexo. Por cierto, ¿yo qué diablos soy?
«Límpiame los zapatos. La suela. Con la lengua». Mistress Luna ordena. Yo obedezco. «¿Está limpia?», pregunta. «Sí, mi ama», contesto. Como ella me ha enseñado. La he besado los pies. La he lamido las piernas. He chupado el afilado tacón de sus zapatos de cuero. Mistress Luna me lo ha agradecido azotándome el culo con una pala de cuero. Estoy de rodillas. Sometido. Estoy acostumbrado. De pequeño decidí apoyar siempre a futbolistas vestidos de rojiblanco. Me identifiqué con el Coyote y no con el Correcaminos. Incluso, ya crecidito, me hice periodista. Vaya, creo que estoy hecho para el sufrimiento.
A Luna también le gusta el fútbol. Luna tampoco soporta al Real Madrid ni al Barça. Apoya al Atleti y al Zaragoza. Es el único punto masoquista de su dominante personalidad. Luna tiene 33 años, la piel clara y el pelo castaño y liso. Es elegante. Viste un corsé negro, falda del mismo color por debajo de las rodillas y esos zapatos, también negros, que funcionan como armas blancas. Su voz es suave. Sus modales, dulces. Es una chica guapa y de aspecto delicado. Sólo hay algo en sus intensos ojos verdes que revela la mirada de la perversión. La mirada de una mujer que lleva dos años sometiendo a hombres por dinero y por placer. La mirada de una ama. «Antes yo era escort y tenía mal rollo con los hombres. Ellos querían que hiciese cosas que yo no quería hacer, pero no podía decir que no, porque estaban pagando». Un día, conoció a través de una amiga el mundo del BDSM (acrónimo de bondage, disciplina, dominación y sumisión y sadomasoquismo) y le gustó. Luego, un cliente le propuso una sesión, ella aceptó, compró un montón de material y el tipo la dejó tirada. Decidió seguir. Luna se convirtió en Mistress Luna un poco por casualidad y un mucho por venganza. «Las experiencias que he tenido con los hombres me han hecho ser lo que soy. Veo al hombre como un capullo. Por eso me encanta torturarle, humillarle y sacarle el dinero». Luna cobra 150 euros por sesión. Hace un mínimo de dos al día. Confiesa que gana entre 8.000 y 10.000 euros al mes. Aunque invierte mucho en publicidad.
«¿Has sido malo?», me pregunta Mistress Luna. Estoy tumbado sobre su regazo tratando de pensar en algún pecado reciente. Nada. Mi expediente está inmaculado. Se me ocurre, eso sí, que han cambiado muchos los métodos de confesión desde que no practico el sacramento. Me río por eso y por la situación en la que me encuentro. «No te rías», dice ella con voz firme pero sin gritar. Y me da mi merecido castigo. Más azotes en el culo. La gente viene a una sesión de BDSM profesional a ser sometida, humillada y golpeada. A disfrutar sufriendo. El límite lo pone cada uno. Yo he venido para contarlo. Estoy haciendo una iniciación. Por eso, cuando Mistress Luna me pregunta si quiero que me mee, le digo que no. Pongo mis límites. Puede que el periodismo sea un sacerdocio, pero yo siempre he sido bastante ateo. Mi ama me pellizca los pezones, me pega con una fusta, me pisa el cuerpo con sus zapatos asesinos. Otra vez me río. Esta vez del aumento de sueldo que voy a pedir al director de GQ cuando le enseñe las marcas. Otra vez soy castigado.
Luna lleva casi un año trabajando en Madrid, pero dice que «aquí no hay esclavos de verdad». Luna vino a la capital hace unos meses desde Barcelona y lo tiene claro. «El sumiso de allí es mejor… No sé, igual los catalanes son así, no digo que más sumisos en su vida real, pero sí más entregados en el mundo del BDSM». Para Luna, esto no es un trabajo, es una forma de vida. «Ya no tengo relaciones normales. Tengo un chico en Londres, pero es esclavo. Mantengo relaciones sexuales pero siempre él como esclavo». Por cierto, en el BDSM de pago no hay relación sexual. Si acaso, la sesión acaba con masturbación, ya sea a manos de la profesional o del propio interesado. Luna, además de ese «chico» en Londres», tiene más esclavos en Madrid y en Barcelona. Hombres que no pagan por sus servicios pero que se someten igual a sus deseos. Uno que le va a buscar al aeropuerto siempre que viaja. Otro que va a verla sólo para que ella le ordene que limpie la casa y le despida después de dos miserables azotes. También tiene esclavos financieros. Gente que le ingresa dinero en su cuenta cuando ella se lo ordena sin recibir más que desprecio a cambio. Y sumisos que disfrutan comprándole los caprichos que ella misma cuelga en su página web. Pero Luna, aunque me reconoce riéndose que su posición dominante es muy cómoda, se sigue quejando de que no le compran lo que realmente desea. «Ya te digo, no hay sumisos de verdad».
«Mmmff», trato de contestar. Ahora estoy probando el facesitting. Estoy tumbado boca arriba y Mistress Luna se sienta, ya sin la falda, sobre mi cara. Se trata de acercarme a la asfixia. Se trata de seguir recibiendo golpes de su fusta en las partes más sensibles de mi cuerpo. Cuando se cansa, llega el momento del bondage. De rodillas, me ata el tronco con los brazos a la espalda. Me tumba, y con otra soga se ocupa de mis piernas. Estoy a su merced. Mistress Luna me dice que me ponga de rodillas. Me gustaría ver al gran Houdini superando esta prueba. Diez minutos y muchos estúpidos intentos después, consigo obedecer su orden. Me pone una máscara de gas. Más asfixia. Más dolor. ¿Más placer?
Mi sesión ha sido moco de pavo. Nada que ver con el día a día de Luna. La tortura genital es normal. Lo mismo que la penetración anal, el fist fucking y la lluvia dorada. «Lo único que no hago es sado medical, agujas, sangre y esas cosas. Tampoco meto catéteres en el pene». Suerte la mía. Luna me ha tratado bien. Yo diría que hasta me ha cogido cariño. Le pregunto si llega al orgasmo en el trabajo. «Depende. Puede que tenga feeling contigo y hacerte cosas me ponga cachonda. O puede que me des repulsión y te meta un castigo bien duro. Disfruto. Sin orgasmo, pero disfruto». Luego me cuenta lo más bestia que ha hecho. «Una vez vino un chico que quería que le diera patadas en los testículos con unos zapatos de punta. Lo hice y acabó sangrando. Y en cuanto a humillación, no sé, hacerle caca en la boca a uno y dejarle media hora con eso ahí mientras yo veía la tele». Por su casa pasa todo tipo de gente, desde mileuristas hasta directivos. La mayoría en torno a los treintaytantos. Todos hombres que reciben su merecido. Lo que ellos desean. Lo único que Luna sabe dar. «Yo nunca he sido sumisa ni voy a serlo jamás. La mayoría de las mujeres son sumisas, yo no». Sólo me queda una duda. ¿No echa de menos el cariño? «No. Me gustaría tener el cariño de un hombre, pero eso significa que tendría que dar un montón. Y yo no quiero dar. Quiero me den. Y eso cuesta encontrarlo».
Es la hora de la comida cuando salgo del piso de Luna. Estoy en una conocida zona de oficinas de Madrid. La gente sale y entra de los restaurantes de menú. Va y viene de sus trabajos. Como yo. Sólo que a mí me duele el cuerpo como si me hubieran pegado una paliza. Claro, como que me han dado una paliza. En fin, supongo que cada uno tiene el trabajo que se merece.
Todo esto puede sonar a broma pero no lo es. Si el lector tiene curiosidad, puede visitar la página de Mistress Luna, www.universebdsm.com, y concertar una cita con ella (aunque ahora se ha mudado a Londres). Si quiere ampliar información, puede empezar con la entrada de la Wikipedia, bastante extensa y detallada. También puede pasarse por Alt.com, una web al estilo de Meetic pero centrada en el BDSM. Allí hay amos y amas que buscan sumisos y sumisas y viceversa. Y gente que quiere conocer gente con sus mismas aficiones: asfixiafilia, confinamiento, coprofilia, fist fucking, infantilismo, instrumentos de castidad, juegos con agujas, perforaciones… Ancha es Castilla y lo que te dilataré morena.
Añado a todo esto un excelente reportaje sobre el asunto del programa «Vidas anónimas», de La Sexta. Está hecho por Noemí Redondo, una tía estupenda que es una estupenda periodista.
Reportaje publicado en el número 132 de la revista GQ, en la sección Zona Prohibida. El periodismo es una profesión muy mal pagada, pero el que yo hago a veces es impagable. Lo que viene a continuación no está basado en hechos reales: es real de cojones. O, más bien, es real de la polla. Se lo dice la mía. Relájense y disfruten mientras me ponen inyecciones en el pene.
Estoy tumbado en una camilla. Los pantalones bajados hasta la rodilla. Los calzoncillos, también. Ante mí, un joven médico con acento latinoamericano que recuerda, por la voz y el currículo que se le intuye, al doctor Nick Riviera de Los Simpson. El galeno me explica las opciones de tratamiento. Pastillas o inyecciones. Ni siquiera me ha dicho que esté enfermo. Aún no me ha hecho la prueba. Da igual. En mi posición, repito, tumbado, con pantalones y calzoncillos por las rodillas, es difícil discutir. Mientras me lo pienso, se anima a hacerme esa prueba. Echa una crema en la base de mi pene y pasea por ahí una especie de rotulador conectado a un aparatejo que suelta un ruido como de interferencia radiofónica. Es un ultrasonido Doppler que mide el flujo sanguíneo de mi órgano sexual. El resultado sale impreso en un papelín de fax. Es el polígrafo de la erección. Es una tabla con sus picos, como la del Ibex 35. Ojo, la mía no anda tan mal como la del Ibex. Estoy dentro de los parámetros normales para mi edad. Estoy bien pero debo elegir. No tengo las opciones de Neo. Nada de pastilla roja o pastilla azul. Debo elegir entre pastilla azul o inyección. Pellizco o pinchito. Susto o muerte. «Si quiere -me dice-, le hago un test de erección, una inyección vasodilatadora como las del tratamiento para ver la respuesta y así calcular la dosis que necesitaría».
Me llamo Pedro y soy impotente. En realidad, me llamo Pedro, soy periodista y desde la dirección de esta revista quieren acabar con mi imagen, pública y privada. O eso, o consideran que si no me he casado después de visitar un puticlub, un local de intercambio de parejas, la casa de una chica que ofrece sexo a través de su webcam y hasta el backstage de un desfile de lencería es porque tengo un problema en los bajos. Se supone que esta sección, Zona Prohibida, consiste en visitar lugares que jamás pisaría un lector de GQ. No me quiero meter en los asuntos urológicos de los lectores, pero si alguno ha pasado por aquí, seguro que no lo ha contado. Yo sí. Para eso me pagan. Así que voy a seguir. Por cierto, no se dice impotencia, se dice disfunción eréctil.
«Si tu vida sexual funciona, lo demás no importa». Antes de llegar al momento de recibir una inyección en la base de mi pene he escuchado muchas veces esta cuña en la radio. Como muchos españoles. Como mi querido director. Por eso, a pesar de que mi vida sexual está en orden, he entrado en Boston Medical Group. Por eso sé que en la recepción hay un hombre con bata blanca y no una enfermera. Un punto para Boston Medical. No debe ser muy terapéutico llegar donde pretendes curar tu eyaculación precoz o tu disfunción eréctil y encontrarte con una moza ante la que sólo puedes hacer el ridículo. El recepcionista me acompaña a la sala de espera donde debo rellenar mi historial médico. Otro punto para ellos. La sala es individual. Se evitan así las conversaciones sobre el tiempo (que tarda cada uno en eyacular o el que hace que no se pone firme).
Una vez rellenado el historial y comprobado que en la sala de espera no hay revistas porno, no vaya ser que se produzca un milagro y se pierda un cliente, me llama el doctor y tiene lugar la escenita que he narrado al principio del texto. Una elipsis después, vuelvo a estar en mi sala de espera. El pinchazo no ha dolido, la inyección se hace con un aplicador al estilo de los de los diabéticos. Se supone que debo esperar media hora a que las sustancias vasodilatadoras hagan efecto y suban el periscopio de mi entrepierna pero sólo han pasado quince minutos y ya tengo el misil preparado. Me entretengo leyendo la documentación que me han dado y pensando que los verdaderos pacientes deben vivir este momento con lagrimas en los ojos, la mano en el pecho y banda sonora orquestal, como cuando se iza la bandera nacional tras ganar una medalla de oro. Por fin, llega el médico para llevarme a su despacho. Vuelvo a bajarme pantalones y calzones y me mide, a mano, la erección. Me explica que estas inyecciones se deben aplicar al menos una vez a la semana, antes de la relación sexual, durante nueve meses y que así se acaba curando, en un alto porcentaje, el problema.
Empiezo a entender de qué va todo esto. Tanto la documentación como el discurso del médico tienen una pendiente que conduce tu pensamiento hacia donde Boston Medical Group quiere. Cosas como que el 90% de los casos de disfunción eréctil son de causa física. Un montón de pegas a los tratamientos habituales (Cialis, Viagra y demás pastilleo). Una luz de esperanza diciendo que todo, incluso la disfunción eréctil, sea física o psicológica, tiene solución. La comprensión se hace completa cuando me llevan a ver a un comercial adornado también con bata blanca. Gracias a él, me entero de que la solución a mi inexistente problema cuesta 1.500 euros. Son 90 inyecciones que puedo pagar a tocateja o en 12 mensualidades sin intereses. Gracias a él, también me entero de que la inyección que me acaban de poner puede provocar priapismo, o sea, seis horas o más de erección continuada, o sea, problemas. Me da un papel con instrucciones en caso de que tal cosa ocurra y dos pastillas para solucionarlo antes de ir al hospital (recomendación número cinco después de «realice una caminata de 10 minutos», «aplíquese agua fría en los genitales 10 minutos», «realice flexiones de piernas durante 10 minutos» y la toma de las pastillas). Le digo que me quedo más tranquilo y que me pensaré lo de los 1.500. Y me despido.
Me doy un largo e incómodo paseo por Madrid. Aprovecho para llamar a un urólogo conocido para que me cuente. Y me cuenta. Que el porcentaje de causas psicológicas de la disfunción eréctil es mayor que el 10%. Que las pastillas de ahora no tienen casi efectos secundarios. Que el tratamiento con inyecciones es más agresivo. Que, por supuesto, no cura. Y que, en cualquier caso, se puede conseguir gratis, con receta, a cargo de la Seguridad Social.
Han pasado dos horas desde que me han aplicado la inyección, sigo con el arma cargada en mi entrepierna y sólo me queda una duda. No sé si llamar a algún teléfono femenino de los de mi agenda para aprovechar la medicina u ofrecer al alcalde el molde para un obelisco en honor al periodismo de investigación.
Visita guiada a un local de «ambiente liberal». Reportaje publicado en el número 130 de la revista GQ, dentro de la sección Zona Prohibida. Viva el periodismo gonzo.
Ayer tuve un sueño. Un sueño de integración y liberación. Como el de Martin Luther King pero en versión calentorra. Sí. Soñé que iba al Encuentros, el más famoso pub de ambiente liberal de la capital desde que el hijo jinete de la Duquesa de Alba fuese retratado en la puerta. Cayetano no galopaba en mi sueño, pero sí había hombres solos que, como él, habían ido a tomar una copa. Ojo: en Encuentros, cinco días a la semana, pueden entrar varones solitarios y merodear por la zona de la barra que te topas nada más dejar los abrigos y pagar la entrada (50 euros por pareja, con cuatro copas). Ojo bis: esos individuos pretenden algo más que saciar su sed y miran a las parejas con cara de deseo entre cómica y acojonante para que éstas les inviten a pasar a la zona reservada para ellas y montárselo entre los tres. A nosotros nos miraron, claro. Pero ni a mi pareja ni a mí logró convencernos para dejar de ser pares la lascivia landista de, por ejemplo, ese señor calvo, bajito y con fino bigote. Ni en sueños.
Dejamos a los solitarios y preguntamos por una relaciones públicas para que nos enseñase el local. Y apareció María. Y María, muy simpática y atenta, nos hizo la visita guiada por la parte de Encuentros reservada para las parejas. Nos enseñó la primera zona, donde tomar algo sentados para conocerse. Pasamos por los camarotes privados donde las parejas se encierran solas o en compañía de otras. La seguimos hasta el jacuzzi, por las duchas y las taquillas. Vimos el cuarto oscuro y otra habitación sin luz y con una celosía por pared. El sueño tenía un intenso olor a desinfectante. Era, pues, un sueño limpio en el que se amontonaban imágenes guarras, en el mejor sentido de la palabra. Dos parejas que humedecían aún más el ambiente del jacuzzi sin intercambiarse, de momento. Otras que retozaban desnudas en los sofás. Hombres que metían su mirada a través de los agujeritos de la celosía y sus órganos sexuales por otros agujeros más grandes hechos más abajo para disfrute de algunas valientes usuarias de ese casi bucólico glory hole.
Mi pareja y yo observábamos. Era nuestra primera visita a Encuentros y estábamos en modo se-mira-pero-no-se-toca . «Nosotros la primera vez tampoco nos atrevimos, pero luego en casa fue espectacular». Nos lo dijo otro par que conocimos tomando algo en la zona menos fogosa del local. Es curioso, nadie nos entró. Y eso que bajábamos la media de asistentes al sueño (por encima de los 45). Nada. Tuvimos que ser nosotros los que iniciásemos las conversaciones. Igual, pensamos por un momento, aquí hablar está de más. «Qué va -nos contó otra pareja-, aquí se habla, y mucho. Nosotros, por ejemplo, estuvimos el otro día en el entierro de la madre de una mujer que conocimos aquí. Te acabas haciendo amigos». Amigos con derecho a roce, claro, pero que no rozan sin permiso. Nos explicaron, y comprobamos, que el respeto es absoluto. «Aquí se viene a lo que se viene pero si a alguien no le apetece hacer algo, lo dice o aparta la mano y no se hace». Y otra cosa: «No tiene porqué ocurrir el aquí-te-pillo-aquí-te-mato». Por lo que se ve, el ambiente liberal tiene sus códigos y a las parejas les gusta observar el comportamiento de las otras antes de lanzarse. Los expertos recomiendan dejarse caer una, dos, tres veces por el local. A ser posible los mismos días. Cruzar miradas. Currárselo.
Aunque puede pasar de todo. «Nosotros hemos venido ya un par de veces y, bueno, hasta ahora sólo hemos practicado sexo oral con otras parejas». Ese «sólo» nos sonó en ese momento más que suficiente a mi pareja y a mí, pero el matrimonio joven que lo pronunció lo hizo con toda naturalidad. Otra pareja más en el tipo de la noche, mayor y de mucha belleza interior, nos explicó que, aunque el uso del preservativo es casi exigido por todos, alguna vez se habían dejado llevar por la pasión.
De alguna manera, nosotros también estábamos teniendo nuestra ración de sexo oral gracias a lo que estábamos oyendo. Nadie se cortó a la hora de contarnos sus experiencias. Sospecho que el morbo no es completo si se hace y luego no se cuenta. Aunque morbo, para quien lo encuentre en todo esto, hay en todas partes: en ver a otros follar, en follar y que te vean otros, en meterte en un cuarto oscuro y tocar y que te toquen sin tener muy claro qué o quién, en hacer tríos, cuartetos y todo tipo de combinaciones matemáticas en las que, eso sí, parecen vetados los choques hombre contra hombre. Incluso puede que a alguien le ponga ver a parejas pasear tapadas por toallas blancas y calzadas con chanclas de plástico como si viniesen de nadar en la piscina municipal y no de un fornicio público y salvaje. A mí, la verdad, esa visión no me puso nada. Por eso decidí dar por concluido mi sueño y despertar. Por eso y porque había soñado que soñaba un sueño con cuerpos como los que veía Tom Cruise en su paseo por la casa de Eyes Wide Shut y parece que no había encontrado al mismo director de casting. Otra vez será.