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Archive for the ‘Reportajes’ Category

Otro reportaje para la Zona Prohibida de la revista GQ. La serie se pone seria. Me meto en una sesión de BDSM (sadomasoquismo, para entendernos). Ésta vez, servidor cobra por cobrar. Por recibir pisotones y latigazos. Y por contarlo. Los periodistas especializados en sexo suelen hablar de oídas (o de leídas). Yo no. Claro que yo no soy un periodista especializado en sexo. Por cierto, ¿yo qué diablos soy?

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«Límpiame los zapatos. La suela. Con la lengua». Mistress Luna ordena. Yo obedezco. «¿Está limpia?», pregunta. «Sí, mi ama», contesto. Como ella me ha enseñado. La he besado los pies. La he lamido las piernas. He chupado el afilado tacón de sus zapatos de cuero. Mistress Luna me lo ha agradecido azotándome el culo con una pala de cuero. Estoy de rodillas. Sometido. Estoy acostumbrado. De pequeño decidí apoyar siempre a futbolistas vestidos de rojiblanco. Me identifiqué con el Coyote y no con el Correcaminos. Incluso, ya crecidito, me hice periodista. Vaya, creo que estoy hecho para el sufrimiento.

A Luna también le gusta el fútbol. Luna tampoco soporta al Real Madrid ni al Barça. Apoya al Atleti y al Zaragoza. Es el único punto masoquista de su dominante personalidad. Luna tiene 33 años, la piel clara y el pelo castaño y liso. Es elegante. Viste un corsé negro, falda del mismo color por debajo de las rodillas y esos zapatos, también negros, que funcionan como armas blancas. Su voz es suave. Sus modales, dulces. Es una chica guapa y de aspecto delicado. Sólo hay algo en sus intensos ojos verdes que revela la mirada de la perversión. La mirada de una mujer que lleva dos años sometiendo a hombres por dinero y por placer. La mirada de una ama. «Antes yo era escort y tenía mal rollo con los hombres. Ellos querían que hiciese cosas que yo no quería hacer, pero no podía decir que no, porque estaban pagando». Un día, conoció a través de una amiga el mundo del BDSM (acrónimo de bondage, disciplina, dominación y sumisión y sadomasoquismo) y le gustó. Luego, un cliente le propuso una sesión, ella aceptó, compró un montón de material y el tipo la dejó tirada. Decidió seguir. Luna se convirtió en Mistress Luna un poco por casualidad y un mucho por venganza. «Las experiencias que he tenido con los hombres me han hecho ser lo que soy. Veo al hombre como un capullo. Por eso me encanta torturarle, humillarle y sacarle el dinero». Luna cobra 150 euros por sesión. Hace un mínimo de dos al día. Confiesa que gana entre 8.000 y 10.000 euros al mes. Aunque invierte mucho en publicidad.

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«¿Has sido malo?», me pregunta Mistress Luna. Estoy tumbado sobre su regazo tratando de pensar en algún pecado reciente. Nada. Mi expediente está inmaculado. Se me ocurre, eso sí, que han cambiado muchos los métodos de confesión desde que no practico el sacramento. Me río por eso y por la situación en la que me encuentro. «No te rías», dice ella con voz firme pero sin gritar. Y me da mi merecido castigo. Más azotes en el culo. La gente viene a una sesión de BDSM profesional a ser sometida, humillada y golpeada. A disfrutar sufriendo. El límite lo pone cada uno. Yo he venido para contarlo. Estoy haciendo una iniciación. Por eso, cuando Mistress Luna me pregunta si quiero que me mee, le digo que no. Pongo mis límites. Puede que el periodismo sea un sacerdocio, pero yo siempre he sido bastante ateo. Mi ama me pellizca los pezones, me pega con una fusta, me pisa el cuerpo con sus zapatos asesinos. Otra vez me río. Esta vez del aumento de sueldo que voy a pedir al director de GQ cuando le enseñe las marcas. Otra vez soy castigado.

Luna lleva casi un año trabajando en Madrid, pero dice que «aquí no hay esclavos de verdad». Luna vino a la capital hace unos meses desde Barcelona y lo tiene claro. «El sumiso de allí es mejor… No sé, igual los catalanes son así, no digo que más sumisos en su vida real, pero sí más entregados en el mundo del BDSM». Para Luna, esto no es un trabajo, es una forma de vida. «Ya no tengo relaciones normales. Tengo un chico en Londres, pero es esclavo. Mantengo relaciones sexuales pero siempre él como esclavo». Por cierto, en el BDSM de pago no hay relación sexual. Si acaso, la sesión acaba con masturbación, ya sea a manos de la profesional o del propio interesado. Luna, además de ese «chico» en Londres», tiene más esclavos en Madrid y en Barcelona. Hombres que no pagan por sus servicios pero que se someten igual a sus deseos. Uno que le va a buscar al aeropuerto siempre que viaja. Otro que va a verla sólo para que ella le ordene que limpie la casa y le despida después de dos miserables azotes. También tiene esclavos financieros. Gente que le ingresa dinero en su cuenta cuando ella se lo ordena sin recibir más que desprecio a cambio. Y sumisos que disfrutan comprándole los caprichos que ella misma cuelga en su página web. Pero Luna, aunque me reconoce riéndose que su posición dominante es muy cómoda, se sigue quejando de que no le compran lo que realmente desea. «Ya te digo, no hay sumisos de verdad».

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«Mmmff», trato de contestar. Ahora estoy probando el facesitting. Estoy tumbado boca arriba y Mistress Luna se sienta, ya sin la falda, sobre mi cara. Se trata de acercarme a la asfixia. Se trata de seguir recibiendo golpes de su fusta en las partes más sensibles de mi cuerpo. Cuando se cansa, llega el momento del bondage. De rodillas, me ata el tronco con los brazos a la espalda. Me tumba, y con otra soga se ocupa de mis piernas. Estoy a su merced. Mistress Luna me dice que me ponga de rodillas. Me gustaría ver al gran Houdini superando esta prueba. Diez minutos y muchos estúpidos intentos después, consigo obedecer su orden. Me pone una máscara de gas. Más asfixia. Más dolor. ¿Más placer?

Mi sesión ha sido moco de pavo. Nada que ver con el día a día de Luna. La tortura genital es normal. Lo mismo que la penetración anal, el fist fucking y la lluvia dorada. «Lo único que no hago es sado medical, agujas, sangre y esas cosas. Tampoco meto catéteres en el pene». Suerte la mía. Luna me ha tratado bien. Yo diría que hasta me ha cogido cariño. Le pregunto si llega al orgasmo en el trabajo. «Depende. Puede que tenga feeling contigo y hacerte cosas me ponga cachonda. O puede que me des repulsión y te meta un castigo bien duro. Disfruto. Sin orgasmo, pero disfruto». Luego me cuenta lo más bestia que ha hecho. «Una vez vino un chico que quería que le diera patadas en los testículos con unos zapatos de punta. Lo hice y acabó sangrando. Y en cuanto a humillación, no sé, hacerle caca en la boca a uno y dejarle media hora con eso ahí mientras yo veía la tele». Por su casa pasa todo tipo de gente, desde mileuristas hasta directivos. La mayoría en torno a los treintaytantos. Todos hombres que reciben su merecido. Lo que ellos desean. Lo único que Luna sabe dar. «Yo nunca he sido sumisa ni voy a serlo jamás. La mayoría de las mujeres son sumisas, yo no». Sólo me queda una duda. ¿No echa de menos el cariño? «No. Me gustaría tener el cariño de un hombre, pero eso significa que tendría que dar un montón. Y yo no quiero dar. Quiero me den. Y eso cuesta encontrarlo».

Es la hora de la comida cuando salgo del piso de Luna. Estoy en una conocida zona de oficinas de Madrid. La gente sale y entra de los restaurantes de menú. Va y viene de sus trabajos. Como yo. Sólo que a mí me duele el cuerpo como si me hubieran pegado una paliza. Claro, como que me han dado una paliza. En fin, supongo que cada uno tiene el trabajo que se merece.

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Todo esto puede sonar a broma pero no lo es. Si el lector tiene curiosidad, puede visitar la página de Mistress Luna, www.universebdsm.com, y concertar una cita con ella (aunque ahora se ha mudado a Londres). Si quiere ampliar información, puede empezar con la entrada de la Wikipedia, bastante extensa y detallada. También puede pasarse por Alt.com, una web al estilo de Meetic pero centrada en el BDSM. Allí hay amos y amas que buscan sumisos y sumisas y viceversa. Y gente que quiere conocer gente con sus mismas aficiones: asfixiafilia, confinamiento, coprofilia, fist fucking, infantilismo, instrumentos de castidad, juegos con agujas, perforaciones… Ancha es Castilla y lo que te dilataré morena.
Añado a todo esto un excelente reportaje sobre el asunto del programa «Vidas anónimas», de La Sexta. Está hecho por Noemí Redondo, una tía estupenda que es una estupenda periodista.

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Reportaje publicado en el número 132 de la revista GQ, en la sección Zona Prohibida. El periodismo es una profesión muy mal pagada, pero el que yo hago a veces es impagable. Lo que viene a continuación no está basado en hechos reales: es real de cojones. O, más bien, es real de la polla. Se lo dice la mía. Relájense y disfruten mientras me ponen inyecciones en el pene.

Estoy tumbado en una camilla. Los pantalones bajados hasta la rodilla. Los calzoncillos, también. Ante mí, un joven médico con acento latinoamericano que recuerda, por la voz y el currículo que se le intuye, al doctor Nick Riviera de Los Simpson. El galeno me explica las opciones de tratamiento. Pastillas o inyecciones. Ni siquiera me ha dicho que esté enfermo. Aún no me ha hecho la prueba. Da igual. En mi posición, repito, tumbado, con pantalones y calzoncillos por las rodillas, es difícil discutir. Mientras me lo pienso, se anima a hacerme esa prueba. Echa una crema en la base de mi pene y pasea por ahí una especie de rotulador conectado a un aparatejo que suelta un ruido como de interferencia radiofónica. Es un ultrasonido Doppler que mide el flujo sanguíneo de mi órgano sexual. El resultado sale impreso en un papelín de fax. Es el polígrafo de la erección. Es una tabla con sus picos, como la del Ibex 35. Ojo, la mía no anda tan mal como la del Ibex. Estoy dentro de los parámetros normales para mi edad. Estoy bien pero debo elegir. No tengo las opciones de Neo. Nada de pastilla roja o pastilla azul. Debo elegir entre pastilla azul o inyección. Pellizco o pinchito. Susto o muerte. «Si quiere -me dice-, le hago un test de erección, una inyección vasodilatadora como las del tratamiento para ver la respuesta y así calcular la dosis que necesitaría».

Me llamo Pedro y soy impotente. En realidad, me llamo Pedro, soy periodista y desde la dirección de esta revista quieren acabar con mi imagen, pública y privada. O eso, o consideran que si no me he casado después de visitar un puticlub, un local de intercambio de parejas, la casa de una chica que ofrece sexo a través de su webcam y hasta el backstage de un desfile de lencería es porque tengo un problema en los bajos. Se supone que esta sección, Zona Prohibida, consiste en visitar lugares que jamás pisaría un lector de GQ. No me quiero meter en los asuntos urológicos de los lectores, pero si alguno ha pasado por aquí, seguro que no lo ha contado. Yo sí. Para eso me pagan. Así que voy a seguir. Por cierto, no se dice impotencia, se dice disfunción eréctil.

«Si tu vida sexual funciona, lo demás no importa». Antes de llegar al momento de recibir una inyección en la base de mi pene he escuchado muchas veces esta cuña en la radio. Como muchos españoles. Como mi querido director. Por eso, a pesar de que mi vida sexual está en orden, he entrado en Boston Medical Group. Por eso sé que en la recepción hay un hombre con bata blanca y no una enfermera. Un punto para Boston Medical. No debe ser muy terapéutico llegar donde pretendes curar tu eyaculación precoz o tu disfunción eréctil y encontrarte con una moza ante la que sólo puedes hacer el ridículo. El recepcionista me acompaña a la sala de espera donde debo rellenar mi historial médico. Otro punto para ellos. La sala es individual. Se evitan así las conversaciones sobre el tiempo (que tarda cada uno en eyacular o el que hace que no se pone firme).

Una vez rellenado el historial y comprobado que en la sala de espera no hay revistas porno, no vaya ser que se produzca un milagro y se pierda un cliente, me llama el doctor y tiene lugar la escenita que he narrado al principio del texto. Una elipsis después, vuelvo a estar en mi sala de espera. El pinchazo no ha dolido, la inyección se hace con un aplicador al estilo de los de los diabéticos. Se supone que debo esperar media hora a que las sustancias vasodilatadoras hagan efecto y suban el periscopio de mi entrepierna pero sólo han pasado quince minutos y ya tengo el misil preparado. Me entretengo leyendo la documentación que me han dado y pensando que los verdaderos pacientes deben vivir este momento con lagrimas en los ojos, la mano en el pecho y banda sonora orquestal, como cuando se iza la bandera nacional tras ganar una medalla de oro. Por fin, llega el médico para llevarme a su despacho. Vuelvo a bajarme pantalones y calzones y me mide, a mano, la erección. Me explica que estas inyecciones se deben aplicar al menos una vez a la semana, antes de la relación sexual, durante nueve meses y que así se acaba curando, en un alto porcentaje, el problema.

Empiezo a entender de qué va todo esto. Tanto la documentación como el discurso del médico tienen una pendiente que conduce tu pensamiento hacia donde Boston Medical Group quiere. Cosas como que el 90% de los casos de disfunción eréctil son de causa física. Un montón de pegas a los tratamientos habituales (Cialis, Viagra y demás pastilleo). Una luz de esperanza diciendo que todo, incluso la disfunción eréctil, sea física o psicológica, tiene solución. La comprensión se hace completa cuando me llevan a ver a un comercial adornado también con bata blanca. Gracias a él, me entero de que la solución a mi inexistente problema cuesta 1.500 euros. Son 90 inyecciones que puedo pagar a tocateja o en 12 mensualidades sin intereses. Gracias a él, también me entero de que la inyección que me acaban de poner puede provocar priapismo, o sea, seis horas o más de erección continuada, o sea, problemas. Me da un papel con instrucciones en caso de que tal cosa ocurra y dos pastillas para solucionarlo antes de ir al hospital (recomendación número cinco después de «realice una caminata de 10 minutos», «aplíquese agua fría en los genitales 10 minutos», «realice flexiones de piernas durante 10 minutos» y la toma de las pastillas). Le digo que me quedo más tranquilo y que me pensaré lo de los 1.500. Y me despido.

Me doy un largo e incómodo paseo por Madrid. Aprovecho para llamar a un urólogo conocido para que me cuente. Y me cuenta. Que el porcentaje de causas psicológicas de la disfunción eréctil es mayor que el 10%. Que las pastillas de ahora no tienen casi efectos secundarios. Que el tratamiento con inyecciones es más agresivo. Que, por supuesto, no cura. Y que, en cualquier caso, se puede conseguir gratis, con receta, a cargo de la Seguridad Social.

Han pasado dos horas desde que me han aplicado la inyección, sigo con el arma cargada en mi entrepierna y sólo me queda una duda. No sé si llamar a algún teléfono femenino de los de mi agenda para aprovechar la medicina u ofrecer al alcalde el molde para un obelisco en honor al periodismo de investigación.

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Visita guiada a un local de «ambiente liberal». Reportaje publicado en el número 130 de la revista GQ, dentro de la sección Zona Prohibida. Viva el periodismo gonzo.

Ayer tuve un sueño. Un sueño de integración y liberación. Como el de Martin Luther King pero en versión calentorra. Sí. Soñé que iba al Encuentros, el más famoso pub de ambiente liberal de la capital desde que el hijo jinete de la Duquesa de Alba fuese retratado en la puerta. Cayetano no galopaba en mi sueño, pero sí había hombres solos que, como él, habían ido a tomar una copa. Ojo: en Encuentros, cinco días a la semana, pueden entrar varones solitarios y merodear por la zona de la barra que te topas nada más dejar los abrigos y pagar la entrada (50 euros por pareja, con cuatro copas). Ojo bis: esos individuos pretenden algo más que saciar su sed y miran a las parejas con cara de deseo entre cómica y acojonante para que éstas les inviten a pasar a la zona reservada para ellas y montárselo entre los tres. A nosotros nos miraron, claro. Pero ni a mi pareja ni a mí logró convencernos para dejar de ser pares la lascivia landista de, por ejemplo, ese señor calvo, bajito y con fino bigote. Ni en sueños.

Dejamos a los solitarios y preguntamos por una relaciones públicas para que nos enseñase el local. Y apareció María. Y María, muy simpática y atenta, nos hizo la visita guiada por la parte de Encuentros reservada para las parejas. Nos enseñó la primera zona, donde tomar algo sentados para conocerse. Pasamos por los camarotes privados donde las parejas se encierran solas o en compañía de otras. La seguimos hasta el jacuzzi, por las duchas y las taquillas. Vimos el cuarto oscuro y otra habitación sin luz y con una celosía por pared. El sueño tenía un intenso olor a desinfectante. Era, pues, un sueño limpio en el que se amontonaban imágenes guarras, en el mejor sentido de la palabra. Dos parejas que humedecían aún más el ambiente del jacuzzi sin intercambiarse, de momento. Otras que retozaban desnudas en los sofás. Hombres que metían su mirada a través de los agujeritos de la celosía y sus órganos sexuales por otros agujeros más grandes hechos más abajo para disfrute de algunas valientes usuarias de ese casi bucólico glory hole.

Mi pareja y yo observábamos. Era nuestra primera visita a Encuentros y estábamos en modo se-mira-pero-no-se-toca . «Nosotros la primera vez tampoco nos atrevimos, pero luego en casa fue espectacular». Nos lo dijo otro par que conocimos tomando algo en la zona menos fogosa del local. Es curioso, nadie nos entró. Y eso que bajábamos la media de asistentes al sueño (por encima de los 45). Nada. Tuvimos que ser nosotros los que iniciásemos las conversaciones. Igual, pensamos por un momento, aquí hablar está de más. «Qué va -nos contó otra pareja-, aquí se habla, y mucho. Nosotros, por ejemplo, estuvimos el otro día en el entierro de la madre de una mujer que conocimos aquí. Te acabas haciendo amigos». Amigos con derecho a roce, claro, pero que no rozan sin permiso. Nos explicaron, y comprobamos, que el respeto es absoluto. «Aquí se viene a lo que se viene pero si a alguien no le apetece hacer algo, lo dice o aparta la mano y no se hace». Y otra cosa: «No tiene porqué ocurrir el aquí-te-pillo-aquí-te-mato». Por lo que se ve, el ambiente liberal tiene sus códigos y a las parejas les gusta observar el comportamiento de las otras antes de lanzarse. Los expertos recomiendan dejarse caer una, dos, tres veces por el local. A ser posible los mismos días. Cruzar miradas. Currárselo.

Aunque puede pasar de todo. «Nosotros hemos venido ya un par de veces y, bueno, hasta ahora sólo hemos practicado sexo oral con otras parejas». Ese «sólo» nos sonó en ese momento más que suficiente a mi pareja y a mí, pero el matrimonio joven que lo pronunció lo hizo con toda naturalidad. Otra pareja más en el tipo de la noche, mayor y de mucha belleza interior, nos explicó que, aunque el uso del preservativo es casi exigido por todos, alguna vez se habían dejado llevar por la pasión.

De alguna manera, nosotros también estábamos teniendo nuestra ración de sexo oral gracias a lo que estábamos oyendo. Nadie se cortó a la hora de contarnos sus experiencias. Sospecho que el morbo no es completo si se hace y luego no se cuenta. Aunque morbo, para quien lo encuentre en todo esto, hay en todas partes: en ver a otros follar, en follar y que te vean otros, en meterte en un cuarto oscuro y tocar y que te toquen sin tener muy claro qué o quién, en hacer tríos, cuartetos y todo tipo de combinaciones matemáticas en las que, eso sí, parecen vetados los choques hombre contra hombre. Incluso puede que a alguien le ponga ver a parejas pasear tapadas por toallas blancas y calzadas con chanclas de plástico como si viniesen de nadar en la piscina municipal y no de un fornicio público y salvaje. A mí, la verdad, esa visión no me puso nada. Por eso decidí dar por concluido mi sueño y despertar. Por eso y porque había soñado que soñaba un sueño con cuerpos como los que veía Tom Cruise en su paseo por la casa de Eyes Wide Shut y parece que no había encontrado al mismo director de casting. Otra vez será.

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Último texto sobre profesiones, mmm, distintas para Interviú. Éste fue publicado el lunes 1 de septiembre. Si alguien tiene un asuntillo con la ley, aquí puede contactar con Helena, la prota de estas líneas. De mi parte.

Sorprende escuchar a una mujer lamentarse de que muchas denuncias de malos tratos son falsas y de que, por eso, muchos hombres acaban condenados injustamente. Es aún más extraño oírselo a una mujer que que es abogada. Es más raro pero muy creíble. Helena Echeverri Aznar lo es desde hace 15 años. No hay tradición en su familia pero ella decidió matricularse en Derecho y no estudiar Antropología porque le pareció que era una buena manera de juntar sus dos vocaciones: tratar de defender la Justicia y conocer de cerca el comportamiento de la gente. Helena, que también hizo cuatro años de Criminología, ha visto mucho. Y mucho malo.

«Una mujer me planteó que qué me parecía poner una denuncia por abusos sexuales a su hijo por parte de su ex marido. Era mentira pero ella quería hacerlo para quedarse con la custodia. El problema en asuntos de malos tratos es que el uso del derecho se ha convertido en un abuso. Hay infinidad de denuncias falsas y lo peor es que los medios no hablan de ello». Ojo, que nadie vaya al Ministerio de Igualdad a señalarla con el dedo. Helena defiende también a muchas mujeres maltratadas. Lo único que trata de explicar es que no todo es lo que parece. «A veces los jueces son ingenuos y piensan que lo que cuenta la policía es verdad y que lo que dice la persona que va esposada es mentira y no hay que darle credibilidad».

Pone un ejemplo. Un caso de una mujer rusa acusada de tráfico de cocaína. Ella rogó al juez que la tomara delcaración de nuevo, aseguraba ser inocente y avisaba de que su abogado, su suegro, no era de fiar. Nadie la prestó atención hasta que unos policías de la Audiencia Nacional le dijeron al juez que tenían unas escuchas que demostraban que todo era un complot entre el abogado y unos policías para que él se pudiese quedar con la custodia de sus nietos».

Sus clientes hablan a Helena de policías que golpean a detenidos sin motivo y que roban drogas. De abogados que aceptan pagos en especias (cocaína) o que colaboran con delincuentes convirtiéndose en cómplices y contraviniendo su código deontológico. Luego están los medios. «Es lamentable que se hagan series de casos famosos antes de que tenga lugar el juicio. Es una forma de predisponer a la sociedad contra una persona y de quitarle la posibilidad de tener un juicio justo». A Helena disfruta de su trabajo, pero no acepta todo lo que hay alrededor. Y no se calla. «A mí el jurado me parece lamentable. La Justicia se tiene que impartir por profesionales. Igual que yo no corto chuletas de vaca, entiendo que los ciudadanos no pueden decidir si una persona es culpable o inocente en función de la bonita retórica de un abogado».

Helena es apasionada al hablar y parece llena de energía. También es muy lista. Nada más licenciarse, entró a trabajar en un hospital en el departamento de Recursos Humanos. Allí se enteró de que habían ingresado a un abogado muy conocido. Quizás, algún cliente insatisfecho le había pagado con cinco puñaladas. Helena, en cualquier caso, le mandó una tarjeta deseándole una pronta recuperación. El hombre se lo agradeció ofreciéndole trabajo. En año y medio con ese abogado de cuyo nombre prefiere no acordarse vivió muy de cerca casos tan famosos como el del mendigo asesino o el de la Dulce Neus.

Cuando se sintió preparada, abrió despacho propio donde defiende temas de familia y a cultivadores de marihuana. Helena es abogada de la AMEC (Asociación Madrileña de Estudios sobre el Cannabis), por compromiso, por convicción: «Me quedaría sin trabajo, pero se deberían legalizar las drogas. Por lo menos el hachís y la marihuana. Lo otro no lo tengo tan claro, pero sé que la legalización evitaría mucha delincuencia; aunque también quebrarían más inmobiliarias de las que están quebrando y mucha gente que blanquea en restaurantes y tiendas se quedaría sin actividad».

Pero Helena no se limita a eso. Además de ser profesora de Derecho Penal, es abogada del turno de oficio. En el turno es donde de verdad puede observar esos comportamientos humanos que tanto le interesan. En el turno ha defendido a acusados de pertenecer a Al Qaeda o a un camionero rumano que atropelló a ocho guardias civiles y mató a seis. Y, también, al asesino de la baraja. Vuelve a hablar claro: «Tengo grandes dudas de que Alfredo Galán fuera el asesino de todos los crímenes que le imputaron. Estoy convencida de que en al menos dos no era él».

Escuchando a Helena, puede dar la sensación de que se acaba generando una empatía entre el acusado y su abogado y de que por eso no sólo los defiende en un juzgado sino ante una grabadora y una Coca Cola. Ella lo admite, pero con alegaciones: «Muchas veces sí me implico personalmente. Incluso sabiendo que son culpables. Pero con muchos otros, no. Sabes que son unos cabrones y que tú tienes que hacer tu trabajo pero que no le vas a invitar ni a un cigarro». También admite divertida ciertos momentos peliculeros, de ésos en los que el recluso y su abogada pueden acabar en un doble final feliz de libertad y matrimonio, valga el oxímoron. «Si estás solo en la cárcel y la única persona que va a verte es una chica, pues puede pasar que algún cliente se enamore de ti. Yo alguna vez me he fijado en alguno, pero más que con sentimientos amorosos, con ganas de salvarlo, de llevarlo por el buen camino».

En la vida, de todos modos, no abundan los finales felices. Sí hay, en cambio, situaciones que superan el esperpento. Sobre todo cuando está de por medio la burocracia. «Recuerdo a un hombre al que acababan de notificar un auto de alejamiento los juzgados y le dio un ataque al corazón. Cuando llegó la ambulancia para llevárselo, el secretario del juzgado se plantó diciendo que no se podía ir hasta que no hubiera firmado la notificación del auto… ¡Y el tío se estaba muriendo!».

Helena se acaba la Coca Cola y se dispone a marcharse a los juzgados de Plaza de Castilla. Tiene que defender a un rumano acusado de apuñalar a otro. Parece que él sólo intentaba ayudar y que los que lo acusaron son cómplices del agresor. Pero no hay testigos y el caso parece complicado. «El último caso siempre es el más difícil». Helena, por lo menos, ya va aprendiendo a separarse un poco de todo eso malo que ve y que vive. «Ahora intento que me afecte lo menos posible, pero no sé si es bueno. Cuando te dedicas al derecho penal social, hay que poner algo de corazón en lo que haces». Como decían aquéllos, es rock and roll, pero le gusta. No se ve haciendo otra cosa. «De alguna manera, pienso que ayudo a la sociedad sacando libre a un inocente o logrando la condena para un maltratador».

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El siguiente texto fue publicado el 11 de agosto en Interviú como parte de esa serie de reportajes sobre profesiones con miga que he hecho para su revista de verano. Agradezco a Alberto y Paco su colaboración y a B. sus contactos.

Paco es un profesional que tiene su despacho en la calle. Paco es un tío nervioso que habla con frases cortas y certeras como fotografías mientras mira a todos lados en busca de una exclusiva. Paco es Paco Ginés y es paparazzo. Cada día acude a trabajar a una esquina del Barrio de Salamanca de Madrid a la espera de que algún famoso salga de compras. Entonces, apunta, dispara y se cobra otra pieza. Paco se siente como un cazador. «Lo que me gusta es la adrenalina, si ahora me llaman y me dicen que vaya a tal sitio, ni me lo pienso. Me saco el billete y no duermo por la noche, le doy vueltas a todo: si lo conseguiré, cómo lo haré, si luego lo podré vender bien…».

Lleva 15 años así. Desde que conoció en el hotel en el que trabajaba a un fotógrafo y decidió que quería dedicarse a esto. Hizo un curso, pasó seis meses sin cobrar por El Independiente y entró en Europa Press. Ahora se lo hace por su cuenta, aunque de la venta de las fotos se ocupa una agencia, Teleobjetivo. No es un trabajo fácil. «Es muy duro estar diez o doce horas de guardia en un coche para hacer un reportaje y no venderlo. Es ingrato y quema mucho». Por eso lo dejó durante una época. Muy breve. «No aguanto encerrado en una redacción, tengo que estar en la calle, qué le voy a hacer, a mí me gusta esto, no sé hacer otra cosa».

Ahora Paco tiene 40 años y dos chicos contratados para ayudarle. Ellos tienen la suerte de cobrar un fijo en una profesión en la que no hay nada seguro. A veces leemos en las noticias pagos por exclusivas con cifras cargadas de ceros pero la cosa no es tan jugosa. «El reportaje por el que más se ha pagado en España creo que fueron las famosas fotos de Lady Di: unos 200 millones de pesetas. Para el fotógrafo fueron sólo 25 millones, que está bien, pero es un porcentaje pequeño. Y eso te pasa una vez en la vida. Si te pasa…», aclara Paco.

Los fotógrafos trabajan con agencias que se ocupan de vender sus reportajes. La primera puerta que tocan es la del ¡Hola!, el mejor pagador. De ahí, para abajo. Algunas de esas agencias se llevan hasta un 50% del precio. Paparazzi como Paco logran retener hasta un 70. Pero de la tarifa hay que descontar los gastos: material, viajes y demás. Por un reportaje normal se puede cobrar entre 1.200 y 3.000 euros. Más, de 6.000 a 50.000, si es un tema de portada. Pero es difícil que un profesional responda de forma concreta a una pregunta sobre sus reportajes más rentables. No lo hace Paco. Ni tampoco Alberto, otro de los mejores en lo suyo.

Alberto prefiere no figurar. No da su apellido ni quiere salir en las fotos. Lleva más o menos los mismos años que Paco en la profesión y ahora ha montado su propia agencia, Xanas Comunicación, para gestionar su trabajo y el de otros compañeros. Sobre el dinero, quiere dejar una cosa clara: «No hay ningún paparazzo en España que se haya hecho rico». Él cuenta cómo, por ejemplo, sacó 6.000 euros por unas fotos de Penélope Cruz y Tom Cruise esquiando en Colorado. ¿Mucho dinero? Sí, el que le costó el viaje. Hay que tener en cuenta, además, que los paparazzis siempre trabajan en parejas o incluso en grupo. Para facilitar las cosas (cubrir varias salidas, turnarse en las guardias…) y «porque es muy duro estar solo», como dice Paco. Así que el precio se divide.

Hay otro gasto esencial. En realidad, una inversión. Los contactos. La gente que avisa de que una está cenando con otro en cierto restaurante. «Un paparazzo tiene que tener buenos contactos», repite Paco sin parar sobre la esencia de su profesión. Alberto lo confirma. El informador puede ser cualquiera. El dueño de un restaurante, un escolta, un familiar. Hasta el propio famoso. Unos lo hacen para hacer publicidad de su local; otros, por hacerse publicidad a sí mismo; hasta los hay que lo hacen por pura amistad. En cualquier caso, tanto Paco como Alberto reconocen que guardan parte de su presupuesto para pagar a sus contactos. Y que esos contactos hay que trabajárselos mucho y son personales e intransferibles.

La competencia en el sector es feroz. Por eso, igual que hay que saber sacar secretos a los demás, hay que ser capaz de guardarlos bajo llave. «En esta profesión hay pocos amigos, la información vale mucho». Eso dice Paco. Alberto, por su parte, no lo pone tan negro. «De los compañeros te puedes fiar. De las agencias y las revistas, me quiero fiar. De los famosos, no tanto». Como sea, ambos hablan muy bien el uno del otro aunque sean distintos.

Alberto nos recibe en su casa. Una casa normal en un barrio normal. Sin lujos. Alberto es más tranquilo que Paco pero su tranquilidad se ve molestada a cada rato por llamadas, trabajo, y por la tele, más trabajo. Alberto tiene un par de pantallas encendidas constantemente. Los fotógrafos se han pasado al vídeo por imperativo del mercado y ahora combinan las dos cosas. Las cadenas han multiplicado por mucho la exhibición de contenidos de corazón pero eso no es necesariamente mejor para los profesionales. «La tele ha hecho daño a los fotógrafos porque las noticias salen antes allí que en prensa y se queman». Es decir, que si un tertuliano dice que Lara Dibildos ha ido a cenar con Darek antes de que salga la foto o las imágenes, la exclusiva ya no es tanta y el precio baja. Por cierto, éste puede ser el tema de moda. No cuenta el nombre del fotógrafo. Cada información se cotiza según el personaje, el hecho y el momento, «como en una lonja de pescado», según Alberto. Además de Lara y Darek, ahora está en alza cualquier cosa de El Duque o el romance de Penélope Cruz y Javier Bardem. La pareja es, al mismo tiempo, la más buscada y la que más se esconde y se enfada con los fotógrafos.

Algo parecido pasa con la Familia Real. Cualquier imagen de cualquiera de sus miembros tiene mucho valor pero nunca es fácil conseguirla. Paco vivió el momento más difícil de su carrera el día que consiguió las primeras fotos no oficiales de Felipe y Leticia de compras en un centro comercial. Según cuenta, le pillaron los escoltas y «me llevaron a un sitio apartado, me desnudaron e intentaron quitarme la tarjeta, pero la había escondido. Además, al día siguiente llamaron a sus agencias afines e hicieron unas fotos como las mías para quitarles valor». Alberto coincide con su compañero: la información Real es la más difícil, la seguridad es extrema. Demasiado extrema.

Quizás por encuentros como aquél, ni Paco ni Alberto sienten excesiva compasión por las piezas que enfocan con su objetivos. «Ser famoso tiene sus inconvenientes, pero la gente que está metida hace todos los esfuerzos por seguir siéndolo, porque vive muy bien», dice Alberto. A los paparazzi no les interesan esas vidas que retratan, pero las conocen casi mejor que los que las viven. Es su trabajo y les gusta. «Yo duermo muy tranquilo -dice Paco-. A mí me da igual lo que piensen Penélope o Bardem, pero si les veo aquí y ahora, les machaco como un conejo».

(Las fotos las he birlado de lugares varios de la Red; siento no poder citar las fuentes).

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El siguiente texto apareció en el número de junio de la revista Calle 20. Cuenta la peripecia de Daniel Lavin, un madrileño con ganas de hacer cine que se ha pagado y dirigido su primer largo. Hay un pequeño detalle que lo hace todo más… acrobático: el tío lo ha hecho en la ciudad en la que vive. Tokio. El reportaje, convenientemente maquetado y eso, se puede ver dándole al siguiente link: acrobats.

Un madrileño de 28 años decide ir a Tokio a pasar unos meses. Le gustan el manga y el cine japonés, le atrae la cultura de allí, siente que el viaje puede ser una experiencia decisiva en su vida. En Tokio, una ciudad en continuo movimiento que captura almas inquietas, conoce a una japonesa. Ikuko es amiga de una compañera de hostal. Quedan a tomar unas copas y pasa lo que tiene que pasar. Tres meses después, Daniel vuelve a Madrid con una experiencia decisiva y una futura esposa.

Ikuko y Daniel piensan dónde vivir juntos. Ella tiene trabajo estable en Tokio. Él ha estudiado cine y anda buscándose la vida en el audiovisual español sin mucha suerte. Deciden que será él quien se embarque en la aventura. Decide Daniel que va a aprovechar el impulso para cumplir un sueño. Se planta en Tokio con una cámara de vídeo, un ordenador, poco dinero, ningún conocido en el sector y un objetivo: rodar un largo.

Esta historia no es el argumento de una película. Es la historia del rodaje de una película. Es el relato de una acrobacia. La que ha hecho falta para finalizar Acrobats. «El mayor miedo no era realizar la película en un país y en una lengua diferentes, sino el no realizarla en absoluto». Daniel Lavin habla con Calle 20 desde Tokio y por Skype. Lo hace despacio y con una seguridad en sí mismo que se antoja necesaria para meterse en semejante jaleo. «Si me hubiera quedado en Madrid, a lo mejor habría entrado en el rollo burocrático eterno de buscar una subvención. Preferí hacerlo por mi cuenta, sin medios pero con ilusión».

Calcula que la peli ha costado 12.000 euros, incluyendo la cámara y los micrófonos. Nadie ha cobrado un yen. Se ha rodado en plan guerrillero. Sin permisos. Casi siempre en fin de semana, por eso de que hay que currar para comer. Acrobats es producto de la fe ciega de su director pero también de la del resto de los participantes. De los técnicos, coreanos, americanos, ingleses, un neocelandés y un chino, y de los seis actores, todos japoneses. Por cierto, ¿fe ciega o inconsciencia? «Las dos cosas».

El resultado es sorprendente. Acrobats es un film de autor. Hiperrealismo crudo y minimalismo expresivo rodado cámara al hombro. El retrato de un momento de las vidas de tres funambulistas sin futuro ni presente que hacen equilibrios sin avanzar y sin red. Tres historias que se cruzan, pero poco, de tres personas solas en una ciudad de trece millones de habitantes. «El hecho de que haya muchos exteriores -explica Daniel- acrecienta esa sensación de soledad. En un interior siempre tienes más impresión de estar atrapado, pero en una ciudad como Tokio, un tanto claustrofóbica, se produce el mismo efecto».

Que nadie espere un Lost In Translation o un tercio de Babel. Daniel no ha visto Tokio con los ojos de un gaijin, como se les llama allí a los guiris. «No quería ser el típico occidental, quedarme con los tópicos, sino ser fiel a la historia. Imagínate que yo fuera japonés y rodase en España: huiría de toros y flamenco».

(Sigue leyendo, no seas así, pincha aquí. También puedes leer el blog de Daniel).

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Aprovecho que se están jugando estos días en Las Vegas las World Series of Poker, algo así como el campeonato del mundo de la cosa, para recuperar este reportaje sobre el torneo de San Sebastián del Campeonato de España de Póquer 2007. El texto fue publicado en el EP3, suplemento de los viernes de El País, con unas fotos muy majas de Fede Serra, que es incluso más majo que sus fotos. Quien lo quiera ver maquetado y eso, que pinche en en el siguiente link: poquerep3.

All-in. Cuando un jugador pronuncia estas palabras todo se para. La tensión hace un barrido por el tapete a la espera de respuesta. Los rivales resoplan, los espectadores contienen la respiración. Estamos en el Casino Kursaal de San Sebastián, en la mesa final del octavo torneo del Campeonato de España de Póquer. Es la una de la madrugada del domingo al lunes y otra vez oye esa apuesta. All-in. Todas las fichas a una mano. Quedan tres jugadores. Tres maneras de entender el póquer. El más agresivo es el mayor. Gafas Ray-Ban sobre los ojos, Ducados sin encender en los labios y una actitud desafiante que recorre la sala. Jorge Fernández Martínez tiene 61 años y lleva jugando desde los siete. “Me he arruinado cuatro veces –explica en una pausa para fumar–, pero juego cada noche. Soy anticuario y si me quedo seco por una mala racha, vendo unos cuadros y sigo”. A Jorge se le conoce en el ambiente del póquer ibérico como el Doctor Vinagre. “Tengo sangre caliente y eso a veces es malo”. De momento, hoy no le está yendo tan mal. De momento, lanza todos los all-in que puede y ve todos los que le lanzan. De momento, es el que más fichas tiene sobre la mesa. De momento.

Pero Jorge es la excepción. Representa los viejos tiempos del póquer. El lado oscuro. Es un Darth Vader rodeado de jóvenes padawan. El póquer ha cambiado. Ya no hay tahúres tocados con sombrero de ala ancha. No hay whisky de Kentucky. No hay rubias teñidas de tentación. Ahora hay Converse y camisetas. Hay horas de estudio. Hay buen rollo. La cosa ha evolucionado desde que a mediados del XIX se extendiese como una epidemia por las riberas de Mississippi este juego de origen incierto. En el siglo XXI, en la era de Internet, el póquer es el juego de moda. Se calculan más de 100 millones de jugadores en el mundo (en España, unos 30.000). En Estados Unidos, ha desbancado al hockey sobre hielo como el cuarto deporte con más audiencia en televisión. Cada día, el póquer genera ingresos de 150 millones de dólares y buena parte de la culpa es de un tipo cuyo apellido es una señal del destino. Chris Moneymaker se presentó en 2003 a las World Series Of Poker de Las Vegas tras ganar un torneo satélite en la Red. Se había gastado 39 dólares en apuntarse y con su victoria se llevó una inscripción de 10.000 para el campeonato más prestigioso del mundo. Era su primer torneo en vivo. Era un pipiolo de Tennessee que ganó a los mejores y se llevó 2,5 millones de pavos.

Las historia de Cristóbal Ganapasta ha sido un ejemplo para muchos de los que se baten el cobre en el Casino Kursaal. Francisco López Marcos, por ejemplo. Francisco tiene 31 años y lleva dos viviendo del póquer. A Francisco todo el mundo le conoce como Pakito. Pakito es el actual campeón de España aunque en San Sebastián ha caído nada más empezar la mesa final. “Me levanto a la una –cuenta sobre su rutina diaria–, estudio y a las nueve de la noche empiezo a jugar. Las mejores horas son las del amanecer, cuando los jugadores americanos ya empiezan a estar cansados”. Pakito juega para el equipo Everest Poker y en la página de Everest Poker. Reconoce que juega contra novatos para llevarse el jornal más fácilmente. “El que juega sabe lo que hay. De todos modos, no es como en las tragaperras, la gente no se juega la escritura, juega un dinero que no le duele. Lo primero que aprende el buen jugador de póquer es a controlar bien su bankroll”. Del mismo modo que el dólar es la moneda oficial del asunto, el inglés domina las conversaciones y las partidas. Traducimos: bankroll es el dinero que cada jugador dispone para jugar, ya sea para mesas de juego con dinero o para torneos.

Se acabó el aperitivo. El reportaje completo se puede, y se debe, leer aquí mismo. Que aproveche.


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Hace 15 años, el panorama de los festivales en España era un desierto en el que sólo asomaba un espárrago. El Espárrago Rock de Granada. En seguida, florecieron el Festimad de Madrid, el Festival Internacional de Benicàssim (FIB), el Sónar de Barcelona, el desaparecido Doctor Music y algunos otros. Llegaron a coincidir unos seis eventos de nivel por temporada. Aquello, entonces, resultaba una barbaridad de oferta. Hoy, eso suena a broma. Este año hay más de 20 festivales programados. Todos con un cartel atractivo, la mayoría con presencia internacional, bastantes con grandes estrellas del rock o del género que toque. De hecho, tanta es la oferta que los hay que coinciden en fechas y/o en figuras.

Con la entrada en un puñoEs verdad que el negocio ha cambiado y que, ahora que todo es gratis por la red y no se compran discos, el público llena los conciertos y eso da de comer a los grupos y a la industria. Pero, incluso con eso, tanta oferta parece demasiada. Y tanta coincidencia no parece casual. Se habla de guerra de festivales. La cosa semeja también a una burbuja a punto de pincharse, como esa inmobiliaria que nos está estallando en las narices.

Nosotros hemos querido que expliquen la situación los protagonistas. Hemos hablado con representantes de Rock in Río, FIB, Festimad, Primavera Sound y Last Tour Internartional (promotora de Getafe Electric Festival, Bilbao BBK Live y otros, que ha respondido por escrito). Sólo Sinnamon, empresa que promueve hasta seis eventos, entre ellos el Summercase, y una de las principales responsables de dinamizar (o dinamitar, según a quién se pregunte) el mercado, ha rechazado contestar. También hay opiniones de otros implicados, como patrocinadores y ayuntamientos. A ver si así nos enteramos de qué pasa en el mercado del festival ibérico.

Así empieza el reportaje sobre el lío de los festivales aparecido, en versión reducida, en el número 133 de GQ. Ahora viene al pelo porque este fin de semana empieza la guerra. El texto completo se puede leer aquí.

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