La respuesta a esta pregunta puede ser la solución a nuestros problemas. Al menos, una de las soluciones. Creo que la mayoría tenemos muy clara la opción. La opción b, ¿no? Pero hay una minoría que prefiere mantener el sistema financiero como se ha quedado después de mil y una desregulaciones, que elige la acumulación de riqueza a través de la especulación, que pretende aumentar sus beneficios a costa del futuro de los demás. No hace falta preguntar. Es esa minoría que se hace cada vez más rica mientras los demás nos hacemos cada vez más pobres, como señala el cuadro del New York Times (haz click si quieres verlo más grande) que ilustra esta entrada y que también muestra cómo el currito medio ha aumentado su esfuerzo una barbaridad mientras su renta se ha quedado igual, peor puesto que el coste de la vida ha subido otra burrada. Y todo desde que, en los 80, Reagan y Thatcher decidieran dar toda la libertad de acción a esa minoría. Es la minoría que controla las primas de riesgo, los mercados y todo ese berenjenal obsesionado con la codicia imparable y el crecimiento imposible del que hablaba ayer. Es la minoría que gobierna y no son políticos. Son los que mandan. Hasta que ellos no se decidan por la vida, el futuro es una mierda pinchada en un palo. Que alguien se lo explique, por favor.
Soy joven, rico y culto; y soy infeliz, neurótico y estoy solo. Provengo de una de las mejores familias de la orilla derecha del lago de Zurich, también llamada la Costa Dorada. He tenido una educación burguesa y me he portado bien toda mi vida. Mi familia es bastante degenerada y probablemente también yo arrastre una notable tara genética y además esté dañado por mi entorno. Por supuesto, también tengo cáncer, cosa que se deduce automáticamente de lo que acabo de decir. Pero con el cáncer existe una doble relación: por una parte es una enfermedad corporal, de la cual probablemente muera en un futuro no muy lejano, pero que quizá pueda llegar a superar y a sobrevivir; por la otra, el cáncer es una enfermedad del alma de la que sólo puedo decir: es una suerte que finalmente haya hecho eclosión. Quiero decir con ello que de todo lo que he recibido de mi familia en el transcurso de mi existencia poco grata, lo más inteligente que hice jamás fue enfermar de cáncer».
A lo largo de las 300 páginas siguientes de Bajo el signo de Marte, Fritz Zorn sigue revolcándose en reflexiones sobre su miserable existencia malgastada dentro de los estrechos márgenes marcados por su familia y la «sociedad burguesa»; una vida sin amor, sin risa, sin sufrimiento visible, sin ningún estímulo. Una vida real, puesto que este tío vivió (o algo parecido) 32 años, hasta poco antes de publicar, en 1976. El libro es un poco repetitivo pero sospecho que todos seríamos un poco repetitivos sufriendo esa neurosis, recordando una vida desperdiciada y muriéndonos de cáncer por todo ello. En cualquier caso, esto no pretende ser una crítica literaria sino subrayar la necesidad de testimonios así. A veces uno tiene la sensación de que vivimos anestesiados, pensando que sólo lo «bonito» es lo real y contemplando todo lo «feo» como un espectáculo que nunca nos salpicará a nosotros. Como diría el pobre Fritz, huimos de lo «complicado», buscamos la «tranquilidad» y, así, dejamos la vida pasar sin siquiera vivirla. Y eso nos pasa (o les pasa, espero) a muchos como individuos pero nos pasa también a todos como colectivo. Y así estamos, dejando que crezca nuestro cáncer.
Si me callo, evito sufrimientos a los que prefieren vivir en un mundo que sea el mejor de los mundos posibles, a todos los que no quieren hablar de las cosas desagradables y que sólo desean reconocer lo que es agradable, a todos aquéllos que rechazan y niegan los problemas de nuestro tiempo en lugar de afrontarlos, a todos los que condenan a la gente que condena lo que existe, aun a la más íntegra, y la tachan de malvada, porque ellos prefieren vivir en una pocilga no criticada antes que en una pocilga donde alguien ose pronunciar la palabra ‘puerco’. Pues es justamente a ésos a los que yo no quiero evitar sufrimientos ni prestarles mi apoyo y con los cuales no quiero declararme solidario, puesto que son ellos los que han hecho de mí lo que soy en este momento».
Se suele decir que las personas demostramos nuestra fortaleza, resistencia y capacidad de reacción en las situaciones críticas. Que nos quejamos por un vulgar dolor de muelas pero peleamos a muerte por la vida si nos diagnostican un cáncer. Por lo que he leído por ahí, creo que estamos, como sociedad, en una situación crítica. Por lo que veo, los presuntos líderes sociales (políticos, sindicatos, directivos de grandes empresas…) no están demostrando nada que no sea indolencia (toma favor semántico).
A estas alturas, muchos pensarán que esperar que los presuntos líderes hagan algo por el bien común es subirse a un guindo con las ramas quebradas. Puede. Lo que sí podría esperarse de estos aficionados a sí mismos es que, al menos, tengan la inquietud de pasar a la Historia. Pues no. Los ebooks de texto del futuro no parece que vayan a recoger las acciones de los diversos gobiernos por cambiar las cosas. Ni siquiera creo que los datos de audiencia de esta noche vayan a demostrar que lo que opinan los sindicatos le importe algo a alguien.
Pero la sociedad no la forman los presuntos líderes. La sociedad es la unión de esas personas que se quejan amargamente de un dolor de muelas pero se enfrentan con decisión a un cáncer. Nosotros. ¿Y qué estamos haciendo? Pues tampoco nada que vaya a pasar a la Historia. Nada, en realidad. Nada, en absoluto. O lo de siempre. Lamentarnos y esperar. ¿A qué? ¿A que se pase? No sé, quizás es que lo que está pasando se parace más a un dolor de muelas que a un cáncer pero, la verdad, no da esa impresión.
No la da por las cosas que se leen, por ejemplo, en estos días:
· «Tenemos que tolerar la desigualdad como vía para alcanzar una mayor prosperidad y oportunidad para todos» (Esto sí que ni de coña lo digo yo; lo ha dicho un tipo llamado Bill Griffith, asesor de Goldman Sachs y, antes, de Margaret Thatcher y lo ha dicho en la Catedral de San Pablo de Londres; lo sé porque lo he leído en el blog de Ana B. Nieto).
· «Mientras el lado chanchullero del sector financiero -también conocido como operaciones bursátiles- vuelve a ser enormemente lucrativo, la parte de la banca que realmente importa -los préstamos, que alimentan las inversiones y la creación de empleo- sigue estancada». (Tampoco me lo puedo apuntar, es de Paul Krugman, Premio Nobel de Economía de 2008).
El otro día, después de una conversación sobre el toro de Tordesillas, los toros en general y la probable próxima prohibición de la cosa en Cataluña, me vino a la cabeza un pensamiento que se convirtió en reflexión con el paso del fin de semana. Todo un acontecimiento, sí. Y es que se puede encontrar una relación entre lo que la gente piensa sobre las corridas de toros y lo que mucha de esa gente (y la gente, en general) hace con su propia vida. Hay un montón de personas, puede que la mayoría, que sufren (o sufrirían, si fuesen) viendo lo que pasa en una plaza de toros. Les parece que es una forma cruel de matar a un animal y consideran que convertirlo en un espectáculo está muy mal y debería guardarse en el baúl de las costumbres olvidadas. Esas mismas personas, en su mayoría encantadoras y buenas, no sufren ni un poco mientras se comen un filete o apuran un muslo de pollo. A muchas de esas personas que piensan que dar muerte a un animal en una plaza es una barbaridad, les parece el colmo del progreso que la carne y el pescado florezcan en los mercados. Y cuando uno les dice que también es una barbaridad cómo viven los animales de los que vienen esas carnes y esos pescados, se encogen de hombros como admitiendo que tales horrores son efectos secundarios del progreso. Y siguen masticando.
No estoy hablando aquí de toros. A mí me gustan. Y respeto al que no. No quiero convencer a nadie. Pero se me ocurre que esa forma de ver las cosas de los animales es la misma forma que tiene el personal de ver, de vivir, su propia vida. Cada vez nos preocupamos más del dolor, de evitarlo, de alejarlo, de esquivarlo. Cada vez nos acercamos más a la muerte plácida, al colocón final. Hay unidades médicas dedicadas al asunto y un montón de laboratorios haciendo caja. La muerte, además, está escondida, se aleja de las conversaciones, de las noticias, de nosotros. Es obvio que, salvo en las películas y los videojuegos, no hacemos un espectáculo de la muerte sino todo lo contrario. Por centrar la metáfora: nuestra muerte es más la muerte de un pollo frito que la de un toro bravo. Muy bien. No tengo nada que decir al respecto. El problema está en cómo vivimos.
Encerrados en un coche que nos lleva a encerrarnos en un trabajo de ocho horas. Encerrados en una semana laboral por la que cobramos las migajas de la plusvalía que nos sirven para encerrarnos en el consumo inútil. Encerrados en una urna con pocas opciones de voto y ninguna siquiera medio decente. Encerrados en una hipoteca y encerrados en unas letras que no expresan nada que no sean deudas. Encerrados en una forma de vida que confunde cada vez más libertad con libre mercado y encerrados en una forma de pensar que nos impide encontrarnos a nosotros mismos y atrevernos a ser quienes de verdad queremos ser. No, nuestra muerte no es la del toro bravo y eso puede que sea bueno pero nuestra vida es cada vez más como la de las vacas esclavizadas en las granjas y eso es terrible. Tememos el dolor a la hora de morir y lo evitamos. Pero, ¿por qué tenemos miedo a vivir? ¿Por qué no hacemos lo que de verdad nos apetece y nos llena? ¿Por qué no aprovechamos el viaje? ¿Por qué, ya que nos da miedo morir, no somos valientes para vivir?
Apostillo: Los demenciales chicos acelerados de Eskorbuto cantaban en esta canción: «prefiero morir como un cobarde a vivir cobardemente». Procuro recordármelo siempre que debo. Es más, tengo claro que, si fuese de raza bovina y pudiese elegir, me gustaría ser un toro de lidia, vivir la vida que de verdad me corresponde y morir con lo que yo considero es dignidad. Tengo un amigo que seguro está de acuerdo conmigo. Da la casualidad, o no, de que Tom Kallene hoy me ha mencionado en su blog. El sábado tuvimos una de nuestras conversaciones. Hablamos de maneras de vivir. La suya, para mí, es todo un ejemplo. Después de miles de aventuras, ahora se va a meter en otra. Siempre con pasión, siempre con valentía. Siempre admirable.
La foto retrata la muerte de Bastonito a manos de César Rincón. Ese toro de Baltasar Ibán es otro ejemplo. La imagen, por cierto, la he encontrado en Campos y Ruedos.
«Los locos somos los que nos vivimos, los que no nos atrevemos a llevar una vida conforme a nuestras creencias». Óscar Pérez no ha leído estas palabras de Pablo Ochoa publicadas hoy en El País. Óscar está en una repisa a 6.200 metros, en el Latok II, en Pakistán. Muerto o a la espera de la muerte. Tampoco creo que le hubiesen importado un carajo esas frases después de haber estado colgado de una cuerda toda una noche, después de haberse roto un brazo y una pierna en el peor momento y en el peor lugar, después de diez días knocking on heaven’s door. Pero Pablo Ochoa no hablaba para Óscar sino para los que van a hablar sin esperar a que el cadáver de Óscar sea cubierto por el hielo. Pablo es hermano de Iñaki Ochoa, un montañero muerto en acto de servicio (Annapurna, mayo de 2008). Otro.
La verdad es que me quedo pegado a las historias de escaladores. Cuando las leo en la prensa, las veo en Al filo de lo imposible o me aparecen en forma de libro. Quizás sea por el vértigo de ida y vuelta que tengo pero flipo con esas aventuras escritas fuera de los renglones de lo corriente. Aunque la cosa tenga pinta de haberse convertido en un circo para ricos. Aunque ese afán de probar la resistencia humana esté llenando de turistas tóxicos y mierda poco degradable montañas antes libres de pecadores (sé que pagan una tarifa por lo que ensucian pero no sé qué hace un gobierno tan ordenado como el pakistaní con esa pasta). Aunque, y esto quizás no sea muy oportuno decirlo justo hoy, el rescate de esa ambición por la superación, cuando fracasa, cueste una pasta que no siempre asume el seguro. Bueno. Yo sigo asombrándome por la epopeya que puede contar Álvaro Novellón, el compañero de Pérez, y emocionándome al imaginarme las últimas horas que no podrá contar Óscar.
Suerte tienen, de todos modos, los montañeros. Sí, suerte porque pueden vivir y morir como les sale de los cojones sin que nadie quiera prohibírselo. Aún. Caen escaladores en las montañas como caen corredores en encierros o boxeadores en rings, por mencionar sólo dos escenarios que parecen molestar especialmente a esos locos que decía Pablo Ochoa. Locos que no se atreven a vivir sus vidas pero sí se permiten opinar sobre la forma de vivir de otros. Los que suben montañas son hombres (y mujeres) que se sienten vivos cuando lo hacen, aunque hacerlo les acerque peligrosamente a la muerte. Lo mismo que los que se la juegan por una carrera de segundos en la cara de un toro o los que se la parten entre 16 cuerdas. Los hay que viven cuando escriben, cuando cantan, cuando follan ante una cámara o cuando hacen punto de cruz. Cada uno debería dedicarse a lo que le da la vida y todos deberíamos dejar la vida de los demás para… los demás.
Cierro con otra frase de Pablo Ochoa. «Atreverse a vivir una vida concreta, con sus riesgos, no sólo es valiente, sino sabio». Ésos, los que no se atreven a vivir la suya y por eso quieren que vivamos una no-vida como ellos, no sólo son cobardes, también son idiotas.
Suena el I’m Not Like Everybody Else, de The Kinks, nada menos.
En la foto, hecha por Álvaro Novellón, Óscar Pérez, durante su subida al Latok III. La he sacado de desnivel.com.
La vida, tal y como la conocemos, se parece bastante al Monopoly. No sólo porque nos hayamos dedicado los últimos años a comprar y vender terrenos y a construir edificios y a meter a promotores (pocos) en la cárcel. Tampoco porque los billetes que nos han prestado sean de palo. Sino porque el dinero que se reparte en el juego es el que hay. Si uno gana es porque los demás pierden. Si uno acapara billetes es porque otro se queda sin ellos. Si todos se repartiesen el dinero más o menos equitativamente y se dedicasen a jugar no por el placer de ganar sino por la satisfacción de entretenerse, el juego podría durar para siempre. Como la vida misma, o sea.
Semejante cosa se me ocurrió el otro día leyendo una noticia que hablaba de los sueldos de los altos ejecutivos del Ibex. Los muchachos cobran una media de 915.000 euros. Sólo un poco por encima del salario mínimo interprofesional. El caso es que recordé los sectores en crisis. Pensé en los medios de comunicación, que reclaman ayudas al Gobierno para sobrevivir. Medité sobre las constructoras, que piden puesto que están a punto de derrumbarse. También en los bancos, que ya han recibido dinero para seguir conduciendo en la misma dirección que nos ha traído hasta aquí. No voy a entrar esta vez en lo extraño que es obligar a la sociedad a pagar dos veces: una por un servicio (periódico, piso, cuenta o hipoteca) y otra por la posibilidad de que ese servicio no se pueda seguir llevando a cabo (quiebra). Pero sí me apetece pararme a pensar sobre qué pasaría si los grandes empresarios y sus directivos repartieran un poco sus billetes del juego.
No se trata de que se rebajen hasta el salario mínimo interprofesional ni de que dejen de tener la misión de ganarse la vida (y ganar dinero) con su actividad. Nadie pretende devolver a la vida a Stalin. Se trata de alargar el juego. Resulta que la Prensa está en crisis, los medios están cerrando y echando gente pero los directivos siguen llenándose la bolsa como siempre (salvo excepciones). Lo mismo con la construcción o los bancos. Su forma de vida peligra, el juego se acerca a su fin, pero no se les ocurre alargarlo renunciando a algunos ingresos sino pidiendo que les ingrese el Estado (ergo nosotros). No es ya un asunto de justica. El problema es que el Estado también es parte del juego. Tiene el fajo de billetes que se le repartió al principio y, si se queda sin él, la partida se acaba de la peor manera posible.
El cuento se puede aplicar a todos los demás sectores. A la sociedad en general. Al sistema. No hablo del reparto de la riqueza por decreto, sino de su distrubución inteligente por acuerdo. Puesto que vivimos en comunidad y está visto que la avaricia de unos supone la pobreza de otros, convendría poner las herramientas para limitar esa avaricia y, así, paliar la pobreza. Está claro que la acumulación de riqueza por parte de unos supone el fin de la partida para todos, incluso para los que tienen la pasta. Así que lo suyo sería que tuviesen claro que sólo reinvirtiendo esa riqueza en los demás podrán seguir jugando. Viviendo. Así sería un Monopoly sostenible, una vida sostenible.
Ojo: este texto y otros del estilo se pueden leer también en ¿Y por qué no…?
Ana me escribe desde México. Está de viaje y se está encontrando con un montón de personas viviendo otras vidas, rebotadas de todo esto. «Me hace gracia tanta gente a la vez pasando de todo, de la crisis, de las grandes ciudades y del coñazo que nos hemos montado. Me he acordado de tus ganas y tus dudas». Yo me acuerdo de Sonia, que el otro día en el concierto de The Faint me dijo que era hora de irse a Melbourne. Y de Bea, que en el mismo lugar preparaba las maletas mentales para irse a Nueva York. Pienso en Santi, que se ha embarcado hacia Marruecos y que, como encuentre un bote en Essaouira que vaya a América, se mete aunque sea de polizón. Hablo hoy con Marta y las opciones son Berlín o Buenos Aires. Marga también piensa en Australia. O en Irlanda. Aranzazu ya lo ha dejado todo y no se ha ido porque ha encontrado un viaje mejor sin moverse de casa. El Chiri está en Málaga y Salva acaba de llegar de Perú. Y hay más. Y mejor no hablo de los que se separan. O de los que no lo hacen pero les gustaría. Casi todos sueñan con cambiar y pirarse a otro lado o existir de otra manera. Esto no va de vacaciones. Dicen que hay una crisis económica que nos vamos a tragar todos. No dicen que hay una crisis existencial que masticamos desde hace tiempo. Seguimos haciendo bola. Tenemos días buenos en los que nos emborrachamos, fumamos y bailamos. Tenemos días malos en los que la resaca no nos impide pensar que así no vamos a donde queremos. Podría escribir un libro sobre el tema. O quizás ya lo he escrito, aunque puede que el mundo nunca se entere. Pero ahora no me voy a dedicar mucho más al asunto. He quedado para emborracharme, fumar y bailar. Aunque hoy no sea un buen día.
17.500 euros, en concreto. Es el tope que se ha puesto el Instituto Nacional de Salud y Excelencia Clínica de Gran Bretaña para prolongar seis meses la vida de uno de sus ciudadanos. (Un paréntesis: el insituto en cuestión tiene un nombre inglés, National Institute for Health and Clinical Excellence, y un acrónimo, NICE, que traducido al español viene a significar «amable», «bueno», «simpático». Fin del paréntesis). Viene esto a cuento por una noticia que leo en el New York Times. Dice la cosa que un hombre con cáncer de riñón, Bruce Hardy, recibió de su médico una recomendación y una receta para tomarse unas pastillas de Pfizer llamadas Sutent que parece que retrasan seis meses la progresión del cáncer. Eso sí, con un coste estimado del tratamiento de 42.500 euros. Pero el NICE del Gobierno británico dice que eso es mucha pasta para prolongar la vida de nadie. ¿Ha llegado la crisis a la salud?
Mmm. Parece que el amable NICE nació con el desembarco de Viagra en el mercado. Al Gobierno británico se le pusieron los huevos de corbata ante la perspectiva de arruinarse por las peticiones de todos los que querían tener la polla dura. Y se inventó en NICE para ponerle puertas al campo del gasto en salud. Y ahora se encarga de supervisar todo el tomate de las recetas y tal. Pero como los gobiernos son como los alumnos vagos, que copian lo que hacen los otros, ya hay un montón de países echando un ojo a los apuntes del NICE y aplicando, o pensando en aplicar, su política de límites. Vamos, por decirlo demagógico y rápido: poniendo precio a la vida de sus ciudadanos.
No digo yo que no sobre gente ni gasto en este planeta pero me sorprende que hagan estas cosas los gobiernos, que ya sabemos que sólo se preocupan por nosotros, por nuestra salud, por nuestro bienestar y tal. De todos modos, el problema, perdón, el asunto, va más allá. ¿De verdad cuesta 42.500 euros ese tratamiento? ¿Cuánto de esa cantidad es margen de beneficio? ¿Es ético forrarse a costa de la vida y la salud de los demás? Por supuesto, estas preguntas son retóricas. La industria farmacéutica es un negocio transparente, limpio y respetable. Un negocio amable, bueno y simpático. Muy NICE. Sí, sí.