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Posts Tagged ‘Tony Kelly’

Otro capítulo de la serie Zona Prohibida para la revista GQ. Esta vez, un poco distinto. En la redacción habían comprado unos fotos de Las Vegas a Tony Kelly y me pidieron que escribiese un texto para ellas. Por suerte, he estado un par de veces en tal sitio y me han pasado cosas diversas. Así que no tuve que inventarme una historia, sino contar mis historias. O sea, que todo lo escrito es real. Todo, menos un par de detalles que adapté para seguir lo que contaban las fotos. Por cierto, algunas se pueden ver aquí. Yo pongo de las mías, que están borrosas y por eso demuestran que estuve allí de la única forma posible. Borroso como una cuba.

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«Tenemos que ir a Las Vegas a una convención de trabajo». Nunca pensé que Las Vegas y trabajo fueran palabras que se pudiesen usar en la misma frase. Pero fue lo que dijo mi jefe. Ahora que he ido a Las Vegas a una convención de trabajo, sigo sin pensarlo. Las Vegas es un trasatlántico varado en el desierto. Un lugar irreal lleno de atracciones para niños y tentaciones para adultos donde los gringos caminan con la camisa de flores tapando la barriga, una cerveza en la mano y la boca abierta. Las Vegas es Finisterre. No hay nada más allá, es el límite del sistema, el ejemplo de lo que puede llegar a hacer el hombre con un cheque en blanco de dinero y de mal gusto. En Las Vegas puedes ir completamente sereno y tener la sensación de estar haciendo el viaje psicotrópico de tu vida. Pero si vas completamente colocado, mejor.

Así que procuré hacer lo que el maestro Hunter S. Thompson en su libro Miedo y asco en Las Vegas: agenciarme un abogado samoano y llenar el maletero del coche de drogas extremadamente peligrosas. Encontré a mi abogado y mi maletero en Fremont Street. El primer día. Habíamos estado trabajando duro, sesteando en un par de conferencias y emborrachándonos de Coronita en una excursión al desierto. El resto de la convención estaba practicando la siesta, mi jefe y yo fuimos a Downtown Las Vegas, la zona más auténtica, la que conserva el sabor de los tiempos de la fiebre del oro. Después de merendar un T-Bone Steak regado con Moët, nos dimos un paseo entre los viejos neones de esos casinos para pobres donde la apuesta mínima es cinco centavos. Estábamos tomando una cerveza contemplando alucinados a la gente puesta en pie en mitad de la calle, con la mano en el pecho mientras sonaba el himno americano y montón de imágenes patrióticas sobrevolaban el techo en eso que llaman Fremont Street Experience, cuando oí su voz.

«Como mola mi ciudad, que se puede beber en todas partes». Me di la vuelta y vi a un tipo sacado de un vídeo de Ice T. No era samoano ni tenía pinta de saber de Derecho Romano, pero le contesté. «Bueno, en la mía es habitual ver a la gente fumando porros». Aquello pareció interesarle y no tardamos ni un minuto en entrar al baño del Golden Nugget. Allí, con mi nuevo colega de Las Vegas y dos o tres que parecían amigos de la infancia de Ice Cube, llené el maletero. Pese a ser el único Vanilla Ice de la reunión, me metí en el bolsillo una pepita de oro blanco como la palma de mi mano a cambio de 50 dólares y no sólo no fui violado ni asesinado, sino que mis nuevos amigos me aconsejaron sacudirme el polvo antes a abrir la puerta.

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Salí a la calle justo cuando mi jefe iba a llamar al 911 y decidimos ir a celebrarlo. Encontramos un bar la mar de enrollado. Era una vieja peluquería reconvertida en abrevadero. Había un hombre en el escenario tocando por Johny Cash y un montón de gente con aspecto de ser lo más underground de la ciudad. Y luego estaba Sam. Sam tenía una gorra de béisbol calada hasta las cejas, gafas de sol y barba de tres lustros. Y también tenía una cogorza de campeonato. Desparramado sobre la barra, me dijo que era técnico de sonido, que llevaba dos días sin dormir, trabajando, you know. Sí, sí. Ya, ya. I know. Le contesté que nosotros también estábamos trabajando y, cuatro reuniones con Jack Daniels después, nos dijo que nos íbamos de boda.

No sé porqué le dicen a Las Vegas ciudad del pecado y no ciudad del amor. En Las Vegas hay capillas por todos lados. Puedes ver en el hotel Venetian a unos casándose en una góndola mientras recorren a empujones uno de sus canales de pega y también puedes ver cómo los hay que juran amarse y respetarse para siempre sin salir del coche en una capilla drive through, como si estuviesen pidiendo Whopper con queso y Coca Cola grande. Y luego puedes ver lo que Sam quiso que viéramos. Jean y Heather eran dos modelos de portada que habían decidido formar una familia al menos por esa noche. No estoy muy seguro de que esté permitido el matrimonio homosexual en el Estado de Nevada, pero sí estoy convencido de que a todos los presentes nos daba igual. Allí habría habido más positivos en el control antidoping que en la sala de espera de la consulta de Eufemiano Fuentes, desde el cura hasta un Austin Powers de fin de semana. A falta de poder besar a las novias, lo estábamos pasando en grande bailando lo que cantaba el impersonator de Elvis Presley. Hasta que se me ocurrió compartir con Sam una ocurrencia. Si Las Vegas es la Disneylandia del juego, Elvis es su Mickey Mouse. Fue entonces cuando supimos dos cosas: Sam era leal al Rey y Sam iba armado. Decidimos que era momento de irse.

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El día siguiente fue tranquilo. El resto de los asistentes a la convención había trabajado la noche anterior tan duro como nosotros. Uno amaneció dormido vestido en el jacuzzi, otro perdió su sueldo de los próximos tres años en una mesa de póquer y la mayoría aún seguía soñando con las mujeres que habían visto pero no tocado en uno de los infinitos strip clubs del lugar. Luego estaban los que habían ligado. Ilusos que creyeron que los piropos que les lanzó una mujer de bandera desde la barra del bar del hotel eran gratuitos y terminaron desenfundando la cartera cuando la cosa se puso caliente en la habitación. Pasamos el día comentando las jugadas. Así son las convenciones aquí. De mucho currar. Todo fue normal hasta que conocí a Daisy en la piscina del hotel.

Daisy había venido a Las Vegas a celebrar su divorcio. Daisy era como la amiga de Cameron Díaz en Algo pasa con Mary, la del pelo cardado en la tostadora y un perro que era una zarigüeya. Cuando me contó a gritos lo de su despedida de casada, pensé en que su marido también debía estar celebrándolo a lo grande en alguna otra parte de la ciudad. El programa de actos de Daisy se reducía a tres: uno, el acto de descorchar botellas de champán. Dos, el acto de disparar. Tres, el acto sexual. Yo la acompañé sólo en el primero y el segundo. Será que soy más de planteamiento y nudo que de desenlace. Después de compartir a morro una botella, la dejé en buenas manos. El maromo de la sala de tiro presumía de saber desmontar y montar un subfusil de asalto en ocho segundos y con los ojos vendados. Seguro que sabría hacer lo mismo con Daisy. Deseé por su bien que siguiese con la venda de los ojos durante el tercer acto que se le venía encima y me despedí para encontrarme con mi jefe.

Teníamos entradas para el boxeo. En el Thomas and Mack Center había una velada con cinco títulos en juego y un combate estelar. La pelea por el cinturón de los welter entre Zab Judah, el aspirante, y Floyd Mayweather, el campeón. En los asientos a pie de ring estaban Jay Z, Beyoncé, Magic Jonson y otros ricos y famosos. Nosotros no estábamos tan cerca de las cuerdas pero sí bien acompañados. «Este tío tiene un Oscar», me dijo mi jefe después de que pasase un tío bajito en el que yo ni me había fijado. Así nos hicimos amigos de Cuba Gooding Jr. Con él vimos cómo la cosa se fue calentando. Después de un par de golpes bajos del aspirante, en el último asalto, otro directo a la entrepierna y el entrenador del campeón que salió a partirle la boca a alguien. Encontró la del preparador de Judah y se armó una buena hasta que la policía tomó el ring. Ganó Mayweather y nosotros quedamos con Cuba en una fiesta a la que también estaban invitadas Paris Hilton y Lindsay Lohan. Seguro que ellas también habían venido a Las Vegas a trabajar. Puede que quisieran juntarse para una reunión. Puede que lo hiciéramos. Puede que lo cuente algún día.

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