Ahora, Trinidad Jiménez y otros, ejem, líderes de este lado se felicitan por lo sucedido en Egipto. Antes, ¿alguien recuerda a algún preboste del mundo, ejem, ejem, libre diciendo algo en contra de Mubarak?
Suena Espinete cantando por Eskorbuto el Iros a la mierda. Descubrimiento.
Aunque sea tarde para decirlo, me sorprende, bueno, no me sorprende nada la condena a Santos Mirasierra y la reacción de los medios y la gente, que aplauden con las orejas semejante barbaridad. Por lo que se pudo contemplar en la tele, la policía entró con su delicadeza habitual en la grada que ocupaban los ultras del Olympique. Se veía a personas sangrando con la crisma rota, carreras por el filo del segundo anfiteatro y bastante miedito. Todo porque un delegado de la UEFA decidió que una bandera era nazi en un grupo que se caracteriza por ser todo lo contrario. El muchacho, al que no conozco de nada y no sé si se porta mal cuando va a comer a casa de sus padres, reaccionó de forma bastante natural, defendiéndose y empujando a los que le estaban atacando. De hecho, la policía demostró tanta brutalidad como cobardía, porque reculó y, seguramente por eso, se llevó su buena lluvia de sillas en la cabeza. Un poco rollo invasión de Irak: lo hago sin motivo, disparo a todo lo que se mueve y luego me sorprendo de que me regalen coches bomba. A ver, no apoyo la violencia en los estadios ni soy de ningún grupo ultra ni nada similar. Me la sopla, pero no me parece bien que un juez haya decidido que este tío tenga que pagar una fianza para salir en libertad y no pasar tres años en una cárcel española y el idiota torpe del mando policial que ordenó el ataque y el que lo llevó a cabo hayan salido de rositas cuando fueron ellos los que la liaron y los que, fijo, hicieron más daño que el tal Santos.
Claro que es la historia de siempre. Cualquiera que haya tenido algo alguna vez con la policía sabe de su capacidad para golpear primero. No sólo con las porras, también con las denuncias. Es bien conocida la táctica policial consistente en pegar a alguien y luego denunciarlo por un delito de lesiones y asalto a la autoridad. Ojo, no hablo sólo de la policía española. Es una costumbre global que debe de venir en los manuales desde los tiempos de los centuriones romanos. Normalmente, no pasa nada. Si el caso llega a la Prensa, ésta se traga la versión de la autoridad porque, coño, es la autoridad y, joder, no va a mentir la autoridad. Claro que, a veces, los hay que deciden mandar todo a tomar por culo y tratan de tomarse la justicia por su cóctel molotov. En Grecia, por ejemplo, ha hecho falta incendiar unas cuantas islas para que detengan al poli que disparó, parece que a bocajarro, contra un peligroso chico de 16 años. Jugando a ser Nostradamus, me apuesto un par de cañas con quien sea a que, cuando el fuego se apague, el presunto asesino saldrá a la calle a presumir de su hazaña. Y, siguiendo en plan hipótesis, creo que no pasaría igual si hubiese sucedido lo contrario. Que alguien haga la prueba, que alguien dispare a un policía y que vea si le sueltan pronto (ojo, señor juez, esto no es apología del terrorismo, es sólo un poner).
Con todo, lo peor no es que esto pase todos los días y en todas partes. Lo peor, para mí al menos (que al cabo soy el que escribe aquí), es que los únicos que protestan en estos casos son los que llaman «radicales». La prensa alternativa, los colectivos y tal. Los medios no dicen ni mú. Y sus clientes/lectores/espectadores, tampoco. Estamos alelados mientras nos restriegan su poder y su autoridad. Y no decimos nada, al estilo de eso que no es de Brecht sino de Martin Niemöller: «Cuando los nazis vinieron a por los comunistas, me quedé callado, yo no era comunista. Cuando encerraron a los socialdemócratas, permanecí en silencio, yo no era socialdemócrata (…) Cuando vinieron por mí, no quedaba nadie para decir algo».
Puede que para muchos de los que hayan leído esto piensen que yo soy uno de esos radicales. Pues no sé. Igual. En todo caso, voy a seguir con lo mío. Hoy he comido con mi amiga y abogada Helena y me ha contado que ahora está defendiendo a manteros. No tiene nada que ver con lo que acabo de escribir. O sí. Resulta que las penas y multas para estos tíos que venden los CD que copian otros son más duras, según Helena, que las de los que matan a alguien en un accidente de coche o las de los que pegan una paliza a otro (y que las de la SGAE por colarse en bodas). Que la policía (y los jueces) machacan al que ya está bastante machacado. Pero a nosotros nos da igual y seguimos callados. Porque no somos negros vendiendo CD ni ultras del Marsella ni adolescentes griegos.
Otra vez gracias a un préstamo de Paloma, leo La miel del léon, el mito de Sansón (Salamandra), un librito en el que el escritor israelí David Grossman hace una especie de disección de la historia del melenudo y brutote héroe judío. La verdad es que no es lo más apasionante que he leído últimamente, es como un comentario de texto con firma y buena documentación, pero hay párrafos que merece la pena citar. Y, como estoy en plan copista, allá voy:
Desde luego, también es cierto que a lo largo de los siglos los judíos se han enorgullecido de los relatos de su heroicidad y han anhelado la fuerza física, la valentía y la hombría que representaba Sansón. […] Aún así, la soberanía israelí tiene cierta condición dudosa que también queda plasmada en la relación de Sansón con su propia fuerza. Como en el caso de éste, a veces parece que el considerable poderío militar israelí es un bien activo que se convierte en pasivo: Casi se diría, sin tomar a la ligera los peligros que arrostra Israel, que la conciencia israelí no ha llegado a interiorizar la realidad de que es un país inmensamente poderoso, que no lo ha asimilado de una forma natural con el paso de numerosas generaciones; tal vez esto explique por qué la actitud hacia ese poder, cuya adquisición a menudo se ha considerado verdaderamente milagrosa, tiende a distorsionarse.
Esa distorsión puede llevar, por ejemplo, a atribuir un valor exagerado al poder obtenido, a convertir el poder en un fin en sí mismo, a utilizarlo de manera excesiva, y también una tendencia a recurrir de forma casi automática al uso de la fuerza en lugar de sopesar otros medios de acción. Todos ellos, a fin de cuentas, son comportamientos característicamente ‘sansonianos'».