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Posts Tagged ‘Hardcore’

… a protestar, a destruir, a construir, a gritar, a pelear, a saltar, a cuestionar, a apoyar, a promover, a proponer, a imaginar, a golpear, a defender, a colaborar, a parar, a iniciar, a disentir… Incluso a escribir.

Uno de los tipos que me enseñó todo esto viene mañana a pasear su palmito por aquí y voy a verlo, por fin. Jello Biafra, el que cantaba en los Dead Kennedys. Y viene con los Hard Ons, otros que tal bailan y a los que sí tengo vistos. Pues nada, que quería compartirlo por aquí, aunque no le importe un carajo a nadie.

Suena Let’s Lynch The Landlord, Dead Kennedys.

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Vuelve la serie Zona Prohibida a este blog porque ha vuelto a las páginas de la revista GQ. Y vuelve con este texto sobre una visita a un cuarto oscuro, al cuarto oscuro del Strong, en concreto. Podría ser una celebración anticipada del orgullo pero lo que es, lo que quiero que sea ahora mismo, es un homenaje a Javier Angulo, director hasta hace unos días de GQ España y el hombre que apostó por un servidor, esta sección y esta forma de hacerla en su revista. Por eso y porque es un tío de puta madre, larga vida, también profesional, a Javier.

“¿Sabes lo que he pensado?, que vas a entrar tu solo”. Mi amigo me dice esto justo cuando estoy traspasando el umbral, me lo dice mientras me da una  palmada en la espalda y me hace sentir como un astronauta al que empujan fuera de la nave para un paseo espacial en la entrada de un agujero negro. Peor y sin metáfora: como a un periodista hetero que se mete por primera vez y sin carabina en un cuarto oscuro. En el cuarto oscuro más grande de Europa, en concreto. En el cuarto oscuro del Strong, en Madrid.

Javi, ese amigo, me había contado que este darkroom es bastante más amplio de lo habitual, con diversas zonas, distintos ambientes, sitios donde sentarse y hasta una sala de cine. Yo, al oír eso, me había imaginado una especie de centro comercial, un lugar al que la gente va a pasar la tarde, ver una peli o en busca de algo de comida rápida. Supongo que imaginar tal cosa era una forma de quitarme el canguelo. Un alivio. Una paja mental.

Para un hombre heterosexual, un cuarto oscuro es un lugar con luces y sombras. Explico la paradoja: las luces, esa forma de practicar sexo sin compromiso, porque sí, tan supuestamente masculina. Las sombras, que ese sexo es, precisamente, entre humanos masculinos y plurales y, además, obligatorio una vez se está dentro. Vamos, que uno entra Pérez Reverte y sale Oscar Wilde tal que en una edición para adultos del programa Lluvia de estrellas. O eso suponemos desde fuera.

Yo ya estoy dentro. Y lo primero que percibo es que todo eso que me había imaginado era sólo eso, imaginación. Fin de la paja mental. ¿Un centro comercial? Una leche. Esto parece una película. Una de zombis, en concreto. Un pasillo en penumbra lleno de puertas a los lados y de tíos junto a esas puertas, esperando a algo, mirando, casi olisqueando a todos los que pasamos por allí. Porque yo paso por allí. Con bastante sustito, tratando de fijarme en todo pero sin fijar mucho la mirada en nadie no vaya a ser que se interprete como una invitación y no como un ejercicio periodístico. Me siento como en un capítulo de The Walking Dead y me hago gracia a mí mismo pensando en ello. Pero no me río. Nadie se ríe. Ni siquiera sonríen, aunque esto no lo puedo jurar por eso de que está oscureciendo y yo, como ya he dicho, me hago el despistado. Pero llego a percibir que todo el mundo está muy serio, como concentrado en algo.

Quizás sea en el ruido de mis pisadas. A cada paso que doy se me queda pegada media suela de zapatilla y se oye como si un grillo agonizase. Por alguna razón, recuerdo otro aviso de Javi: “Hay una mezcla de olores, a mierda, a Popper, a saliva, a semen”. Yo no huelo nada, me concentro en no caer al suelo.

Sigo adelante. Sigo esquivando sombras. No es literatura, es que estoy acojonado. El sitio impresiona y uno, además, no conoce las costumbres locales. No sé si en cualquier momento alguien se me va a tirar al cuello y me va a meter en una de las cabinas. Por suerte, me he traído un talismán, una botella de cerveza a la que voy dando tragos y con la que pienso que paso por uno que paseaba por aquí. En el fondo, mi susto no es sólo por lo sórdido del lugar ni porque alguien pueda meterme mano sino porque descubran que soy un turista que viene a hacer un reportaje. Pero muy en el fondo.

Atravieso la zona de cabinas siguiendo a tíos que van como yo pero no a lo que yo. Paso una salita con la misma luz casi inexistente y llego al cine. La pantalla es chiquitita pero juguetona. La emisión, porno gay muy hardcore. Hay tres hileras de sofás tapizados en plata y un pelín más de luz que en el resto de las estancias. Sólo un espectador. Se ve que aquí también afecta el tema de las descargas.

Sigo. Bajo la pantalla hay una puerta abierta a la oscuridad absoluta. He llegado al cuarto más oscuro del cuarto oscuro más grande de Europa. No veo un carajo pero percibo movimiento a mi alrededor. De repente, una luz que se enciende un instante, como un flash. Y otra. Y otra más. Esto también me lo habían contado, la gente prende mecheros para ver lo que hay, algunos también usan móviles, incluso creo ver a uno que lleva una linternita, un profesional. Cada flashazo me provoca sensaciones encontradas: por un lado me da un susto de narices; por otro, me permite ver. Me hago el experto y uso el móvil en el modo antorcha. Veo que hay una última estancia. Entro. Negro sobre negro. En realidad, creo que es blanco sobre blanco y otros dos de parecido color que se tocan y tocan a los otros. Hay una melé a mi izquierda. Intento asomarme por encima de los hombros de los contendientes. No sólo por curiosidad sino por dar información a mis lectores. No soy el único. Las otras sombras que merodean en la sala hacen lo propio. Nada, es un lío y no se ve un carajo con la luz de pantallita del móvil. Querido lector, por resumir, son cuatro tíos follando.

“Hay quien viene con su pareja, es un buen sitio para hacerse un trío”. Palabra de Javi. “También hay gente que ha encontrado aquí a su novio”. Uf, eso me sorprende más. No sé, a primera visita parece más romántico un Carrefour en fin de semana. Antes he escrito la palabra sórdido y he hecho la comparación con los vampiros. Son las impresiones de un cuartooscurista virginal y entiendo que no son más que vestigios de cuando este tipo de lugares eran necesarios. Nacidos en los 60 en Estados Unidos, la idea de los darkrooms era facilitar encuentros (homo)sexuales a gente a la que la sociedad impedía manifestar en cualquier otro lugar más luminoso su (homo)sexualidad. Eran las profundidades del armario.

En el Strong, fuera de la zona oscura, el ambiente es el de una discoteca gay normal. Bueno, en realidad la música, techno, es un poco mejor y las tribus se mezclan más que en otro sitios. Pero se ven grupos de amigos que vienen a bailar y tomarse algo y, calentón mediante, a meterse un rato en el agujero negro. Es sábado, son las tres e la mañana y el Strong se empieza a llenar. Su cuarto oscuro también.

Después de la elipsis, sigo en lo más oscuro del cuarto oscuro con cuatro tíos dándose duro a mi izquierda. El silencio es ensordecedor. Una de las cosas que más impresionan de la visita es la ausencia de ruido. Más allá del graznido de las zapatillos al pisar ese suelo pringoso, no se oye nada, ni gemidos, ni toses, ni saludos. Así que, callado como la perra en prácticas que soy, empiezo a desandar mi camino en este laberinto. Quizás sea por la hora o quizás porque ya le voy cogiendo el truco, pero veo más acción. Dos que se besan y se tocan en un plan adolescente que chirría, un par que descansan en unos asientos como quien lo hace en un museo, varios que se meten la mano en la entrepierna a mi paso por el pasillo de las cabinas, algunos que se meten con las entrepiernas de otros dentro de esas cabinas…

Estoy fuera. Superado el mito de la caverna, confirmo el supuesto: aquí, efectivamente, se viene a fornicar y alrededores. Hasta ahora, todo según lo previsto. Pero he aprendido cosas que no sabía y que quiero compartir con el lector: el sexo, en cualquier de sus variantes, no se produce de forma aleatoria entre los asistentes. Como dice mi amigo Javi, homosexual pero no practicante de este juego de las tinieblas, es como un mercado de ganado. La diferencia es que aquí el género se elige a la luz de un mechero. Sé que al lector, llegado a este punto, le surgen un par de preguntas. ¿Me metí en todo lo negro y me fui sin que me entrara ni el Tato? ¿O acaso caí en las garras de un chulazo que me dio lo mío y lo del inglés entre las sombras? Sólo puedo decir una cosa: estuve en un cuarto oscuro y no vi la luz.

Las fotos son de un reciente viaje a Toronto y la saco por aquí porque están fresquitas y porque algo hay que sacar y no hay manera de hacer fotos dentro de un cuarto oscuro.

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Ayer asistí al que podría ser el concierto del año si no fuese por éste. Fucked Up es un grupo de Toronto que está dando vidilla a la música hardcore. Rabia, intensidad, peligro y, uh, canciones. En directo, son un puñetazo. O una paliza. Y el principal responsable es el cantante, Pink Eyes, un gordo que ha llegado a un estado del alma que envidio: no tiene complejo alguno. Le tira del nabo enseñar su peludo pecho y su enorme panza. Le importa un pimiento hacer el ridículo jugueteando con el micro y con su cable. No le preocupa que le veamos en calzones y refrescando con agua mineral su agitada entrepierna. El tío baja a cantar entre el público, se lleva el micro hasta la cabina del DJ, se restriega por el suelo y tiene fuerza para acabar el concierto con el Blitzkrieg Bop y el Breed. Con su presencia y la pericia de sus compañeros hubo gasolina de sobra para armar un pogo de los de antes y poner la Wurlitzer a temblar.

Fucked Up, Soulside.

El caso es que a mí estos gañanes de Toronto me recuerdan a otros de Portland, favoritos de mis tiempos imperdibles. Poison Idea era un grupo de glotones, devoradores de hamburguesas y drogas, cabrones peligrosos que hacían una música agresiva y directa como una raya de speed. Y la comparación no es sólo porque el tal Pink Eyes esté gordo como un trullo, como lo estaban Jerry A, Pig Champion y compañía -en Revólver anunciaron su concierto como si de un mercado de ganado se tratase: «700 kilos de carne sobre el escenario»; no faltó ni uno-, es que la voz y el sonido se dan un aire. Y mola. Eso sí, Poison Idea, ya lo he dicho, eran excesivos, amantes de la politoxicomanía recreativa. Fucked Up, en cambio, tienden al straight edge y a Pink Eyes no le importa contar que llegaron tarde al concierto porque dejaron la ropa en la lavandería del hotel de Barcelona y se la trajeron tarde o que acaba de ver la ecografía de su futuro hijo y «qué mono, parece un mango». Bastante poco punk.

Poison Idea, Punish Me.

Recuerdo, por cierto, que en el concierto de Poison Idea en Revólver, allá por el 92 ó el 93, la gente tenía miedo de ponerse en las primeras filas porque habíamos oído que los gordos acostumbraban a tirarse sobre el público. Recuerdo que, igual que ayer me batí el cobre en el pogo, en aquél me tiré del escenario al ritmo del Kick Out The Jams. Recuerdo, además, que entonces, como ayer, fui muy bien acompañado. Y no quiero dejar de recordar que yo descubrí a Poison Idea porque mis padres me trajeron, allá por el 86,  uno de sus discos de un viaje que hicieron a Alemania. Éste con esta portada tan maja:

pifront

Sí, yo tengo unos padres enrollados.

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Madrid, octubre de 2005:

En 1977, Gran Bretaña puso en el mercado el punk. Una música estrepitosa y una estética afilada más que inspiradas en las salvajadas que cometieron a finales de los 70 grupos como MC5 e Iggy Pop y sus Stooges desde Detroit y, más tarde, los New York Dolls y los Ramones en Nueva York. El punk, ese punk, convirtió el desparrame en una forma de vida y hasta en una manera de hacer política y sacudió los cimientos de la cosa musical para luego dejarla más o menos como estaba.

En 1979, un adolescente volvió de California a su ciudad, Washington DC. Trastocado por el rabioso sonido que carcomía el planeta, montó su primer grupo, The Teen Idles, y, un año después, se juntó con otros amigos bajo el nombre de Minor Threat. Ian MacKaye inició de esa forma una carrera que igual no ha cambiado el curso de la música pero que seguro ha transformado las vidas de muchos músicos y, lo que es más importante, de numerosas personas. Ian se hizo punk pero decidió hacerlo a su manera. Frente al abuso politoxicómano y la revolución de barra de bar, MacKaye fundó sin querer un movimiento poco conocido pero muy influyente. El straight edge proponía olvidarse del alcohol y las drogas y centrar toda la energía en la acción: música, movimiento asociativo, revolución. Por eso, quizás, Ian MacKaye ha tenido tiempo para tener su propio sello, Dischord, aún hoy activo y con una coherencia a prueba de súper ventas, y de militar en bandas como Embrace, Pailhead y, sobre todo, Fugazi. Este último nombre es el que ha hecho famoso a Ian en todo el mundo. Un nombre y un grupo asociados a música intensa pero abstracta, a ruido furioso pero intelectual, a éxito de ventas pero manteniendo los principios: discos a diez dólares, conciertos a cinco y entrevistas sólo para fanzines.

En 2005, en la sala Moby Dick de Madrid, Ian MacKaye  presenta Mt. Pleasant Isn’t, la siguiente canción del concierto de su nuevo proyecto, The Evens. «Para mí punk es que estemos todos aquí juntos, punk es poder hacer música y venir a España a compartirla, punk es estar en comunidad». Y, efectivamente, fue punk haber estado allí, aunque pudiera no parecerlo. The Evens son un grupo de dos, Ian tocando una guitarra barítono, de sonido más grave que una semiacústica normal, y Amy Farina, que estuvo en un grupo llamado The Warmers, a las baquetas de una batería casi sin elementos de la que saca ritmos primitivos pero capaces de llenar un anfiteatro romano. Suenan sin pasar por la mesa de mezclas, sólo el ruido que sale del ampli de Ian y de la batería de Amy. Por eso piden a la gente silencio. Y en silencio disfrutamos de un concierto único: punk acústico, canciones que recuerdan a las últimas de Minor Threat y a las primeras de Fugazi, simples y a la vez muy complejas. Intensas. Al acabar, ellos mismos recogen sus cosas, venden discos a pie de escenario y se van. Nosotros también. Salimos de un concierto punk, pero no tenemos ganas de destrozar papeleras, sino de reciclar papel. Ya ves.

El mundo, hoy:

Obviamente, este texto es antiguo. Tiene tres años y pico. Los que hacen del concierto de The Evens en Moby Dick. Fue escrito para una revistita que editaba la librería Mairea. Pero nunca fue publicado. Quizás por eso lo saco del cajón. O, más bien, porque me apetece. Porque creo que es el momento. Porque ayer, hablando con Ángel, un amigo metido en lo más profundo de lo financiero, le escuché decir que era el fin. Que el capitalismo, este capitalismo, se había acabado. Y que ojalá fuese para bien y que hubiese un cambio de valores.

El asunto es serio y da para mucho. No sé si me apetece ponerme a pensar y escribir sobre él un sábado lluvioso como hoy. Sólo diré que siento hace tiempo que la sociedad de consumo es un asco. Que vivimos engañados por el brillo de la satisfacción inmediata. Y que nuestra continua búsqueda del placer (o beneficio) a corto plazo sin mirar al largo o el medio no sólo acelera nuestra muerte, sino que hace nuestra vida más vacía. Yo, que no soy muy viejo, aún recuerdo tiempos en los que no todo estaba en venta, la honradez era una virtud y no una estupidez y a la gente se la valoraba por lo que era y no porque lo que cobraba. O quizás no son recuerdos sino enseñanzas de mis padres. Da igual. El caso es que ojalá lleve Ángel razón y vuelvan esos tiempos. O incluso unos mejores. No sé. No lo creo. No parece que los codiciosos hayan aprendido ninguna lección.

Claro que ésos cabrones nunca han escuchado a Minor Threat, ni a Fugazi, ni a The Evens. Si no, seguramente no harían lo que hacen ni se dedicarían a lo que se dedican. Este verano conocí en Jordania a Angelo, un romano romanista que me contó que la izquierda, la verdadera izquierda italiana, ya pasaba de las elecciones y de la gran política. Que ellos en Italia se dedicaban al trabajo comunitario. A ayudar, proteger y desarrollar sus barrios. Eso es lo que lleva años haciendo y cantando Ian MacKaye. Y eso es lo que deberíamos ponernos a hacer todos si queremos sobrevivir con dignidad.

No soy yo de adorar ídolos ni de pedir autógrafos. Pero hay que reconocer la coherencia y el compromiso cuando se ven. Y, últimamente, no son cosas que hayan asomado mucho. Por eso creo que hay que tragarse el orgullo, dejar de ser los más listos y señalar a tipos como Ian MacKaye (o como Angelo). La que hemos liado sólo se soluciona cambiando. Empezando a construir las cosas para que se sostengan; sin pensar en ventas ni rentabilidades; considerando como único beneficio el que hacemos a la comunidad y, por tanto, a nosotros mismos. Repito, ojalá lleve razón mi amigo Ángel y estemos ante un cambio de valores. Tampoco es tan difícil. Basta con observar lo que lleva tiempo haciendo gente como Ian MacKaye y dejar de tener en portada a Pete Doherty.

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