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Las chicas
Emma Cline
Anagrama, 2016

El lunes pasado Diego A. Manrique se puso a hablar de Charles Manson y aprovechó para acusar a este libro de «una explotación del caso Manson tan grosera como la de Guns N’ Roses: aquí se trivializa la tragedia que ayudó a enterrar las fantasías de los sesenta». Por eso saltó aquí, meses después de habérmelo leído, con intención de contestar y con la promesa de no perdonar jamás la comparación con el grupo de Axl Rose. Empiezo.

En realidad, Emma Cline, la autora, elige el caso Manson —evidente aunque con nombres cambiados— como paisaje, no como asunto central. De hecho, no detalla mucho, lo da por conocido, como si supiese que el relato también comprende la promoción y jugase con ello. Los asesinatos y el trayecto hacia ellos le sirven para expresar los miedos y los anhelos de la protagonista, las ganas de hacerse mayor, de probar la vida. Retrata la sensualidad y el conflicto adolescentes, ese momento en el que todo te pone, sobre todo lo que te hace adulto, esos años en los que nada está claro, ese caos necesario pero insoportable.

Cuenta también, desde el otro lado del tiempo, desde el ahora de la chica que pasó por ese suceso, el despiste de quien creció en un tumulto. Y lo cuenta tan cojonudamente que uno llega a perderse en esa desorientación melancólica.

Eso: está muy bien escrito, sencillo, directo, sin florituras pero con capacidad para emocionar. El relato y el discurso interior van juntos sin que se note, como pasa a este lado de la página, ¿verdad?

En realidad, el mismo Manrique califica Las chicas como «novela apreciable» y yo voy de farol porque me gusta leerlo cada lunes.

Y otra cosa: reconozco que me gustaría tener el pelo largo, pelirrojo y 17 años menos, saber escribir así y haber publicado un libro como éste en 35 países. Vamos, que de joven quiero ser Emma Cline.

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Toda la chalada aventura del pastor Oskari Huuskonen y su oso Lucifer por tierras  de Finlandia, Rusia y mares e islas diversos, está llena de momentos de lucidez. De hecho, la aventura en sí es es un camino hacia la luz, aunque a otros les parezca una autopista hacia el delirio. Aquí dejo un parlamento de Oskari, luterano hacia el ateísmo, que demuestra que este tío es un ejemplo a seguir:

La conciencia es una voz interna, integrada en la constitución humana, una señal, una sirena que nos impide cometer inquinidades, o avisa de que vamos a cometerlas. Ahí no hace falta la intervención de ninguna divinidad. El sentido del pecado es fruto más de la evolución, como puedan serlo los sentimientos, el sentido común o la tendencia al misticismo. Tú deberías saber -[le dice el pastor a la etóloga de lomo alto a la que se beneficia en la osera durante la hibernación de Lucifer]-, siendo etóloga, que la evolución ha hecho que se desarrollen miles de características refinadísimas que han servido para la protección de las especies y, a raíz de ello, también para la conservación de la vida en general. La conciencia sería la alarma que protege a la humanidad de la autodestrucción».

Todo esto y mucho más en El mejor amigo del oso, de Arto Paasilinna (con una traducción muy cachonda de Dulce Fernández Anguita, por cierto).

Suena Josh Wink, Higher State Of Consciousnes. Y a batir mandíbulas.

La imagen del oso bailarín es de Hugh Magnum, de la Wikimedia. Gracias, madre.

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Soy joven, rico y culto; y soy infeliz, neurótico y estoy solo. Provengo de una de las mejores familias de la orilla derecha del lago de Zurich, también llamada la Costa Dorada. He tenido una educación burguesa y me he portado bien toda mi vida. Mi familia es bastante degenerada y probablemente también yo arrastre una notable tara genética y además esté dañado por mi entorno. Por supuesto, también tengo cáncer, cosa que se deduce automáticamente de lo que acabo de decir. Pero con el cáncer existe una doble relación: por una parte es una enfermedad corporal, de la cual probablemente muera en un futuro no muy lejano, pero que quizá pueda llegar a superar y a sobrevivir; por la otra, el cáncer es una enfermedad del alma de la que sólo puedo decir: es una suerte que finalmente haya hecho eclosión. Quiero decir con ello que de todo lo que he recibido de mi familia en el transcurso de mi existencia poco grata, lo más inteligente que hice jamás fue enfermar de cáncer».

A lo largo de las 300 páginas siguientes de Bajo el signo de Marte, Fritz Zorn sigue revolcándose en reflexiones sobre su miserable existencia malgastada dentro de los estrechos márgenes marcados por su familia y la «sociedad burguesa»; una vida sin amor, sin risa, sin sufrimiento visible, sin ningún estímulo. Una vida real, puesto que este tío vivió (o algo parecido) 32 años, hasta poco antes de publicar, en 1976. El libro es un poco repetitivo pero sospecho que todos seríamos un poco repetitivos sufriendo esa neurosis, recordando una vida desperdiciada y muriéndonos de cáncer por todo ello. En cualquier caso, esto no pretende ser una crítica literaria sino subrayar la necesidad de testimonios así. A veces uno tiene la sensación de que vivimos anestesiados, pensando que sólo lo «bonito» es lo real y contemplando todo lo «feo» como un espectáculo que nunca nos salpicará a nosotros. Como diría el pobre Fritz, huimos de lo «complicado», buscamos la «tranquilidad» y, así, dejamos la vida pasar sin siquiera vivirla. Y eso nos pasa (o les pasa, espero) a muchos como individuos pero nos pasa también a todos como colectivo. Y así estamos, dejando que crezca nuestro cáncer.

Si me callo, evito sufrimientos a los que prefieren vivir en un mundo que sea el mejor de los mundos posibles, a todos los que no quieren hablar de las cosas desagradables y que sólo desean reconocer lo que es agradable, a todos aquéllos que rechazan y niegan los problemas de nuestro tiempo en lugar de afrontarlos, a todos los que condenan a la gente que condena lo que existe, aun a la más íntegra, y la tachan de malvada, porque ellos prefieren vivir en una pocilga no criticada antes que en una pocilga donde alguien ose pronunciar la palabra ‘puerco’. Pues es justamente a ésos a los que yo no quiero evitar sufrimientos ni prestarles mi apoyo y con los cuales no quiero declararme solidario, puesto que son ellos los que han hecho de mí lo que soy en este momento».

Gracias, José Manuel.

Suena Vic Chesnutt, Coward.

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